-Lo sé.
-¿Cuáles son las pruebas que tiene usted?
-Ninguna prueba material. Todas las certidumbres morales.
-¿Quién cree usted que la ha muerto?
El joven extendió el brazo, señaló con el índice al Príncipe y la extranjera y dijo:
-Esos.
Todos los presentes volvieron las atónitas miradas hacia los acusados.
En el primer momento la fisonomía del príncipe Zakunine había permanecido sin expresión; parecía que, éste no hubiera oído, o que no hubiera comprendido; pero, poco a poco, una amarga o irónica contracción de los labios, un encogimiento de las cejas sobre los ojos de pronto hundidos y casi risueños, animados por una risa casi dolorosa revelaron la sensación de estupor, de incredulidad y en cierto modo de diversión, que tan inopinado cargo despertaba en su ánimo. En cuanto a la desconocida seguía con los brazos cruzados sobre di pecho, mirando al acusador, sin que su rostro de estatua despertara desdén ni estupor.
Antes de decir nada contra alguien -repuso el juez en tono de amonestación -es preciso estar cierto de lo que se dice.
-Si no estuviera cierto no habría hablado.
-¿Qué interés puede haber armado el brazo de estas personas?
El joven rompió a hablar con una violencia que en vano trataba de contener.
-La maldad del alma de uno y otro, el placer salvaje de hacer mal, de destruir una vida de derramar sangre. La voluptuosidad de poner fin con la muerte, al largo martirio que han infligido a esa infeliz.
La voz le temblaba sus manos también estaban trémulas sus ojos estaban preñados de lágrimas, Pero a la emoción que aquellas palabras habían producido en los circunstantes, sucedió de improviso otro sentimiento de verdadero pavor, cuando el Príncipe, acercándose a su acusador, el puño tendido, las facciones contraídas, clavó en él una mirada dura rencorosa y le apostrofó así:
-¡Loco! ¿Qué dices?
Los dos hombres se miraron cara a cara. Aceros afilados y agudos, aceros que despedían centellas eran las miradas de ambos. Parecían querer uno y otro penetrar con ellas hasta el alma.
El juez y el comisario se vieron obligados a interponerse.
-¡Diga usted de dónde viene su certidumbre! -intimó el primero.
-¡De todo, de todo! De los sentimientos de esta criatura que yo conocía y apreciaba; de la cristiana resignación, de la angélica bondad de su alma. De la conducta de estos dos, de sus instintos sanguinarios, de su complicidad en el mal a que viven consagrados. Nadie que la haya conocido creerá nunca que sea ella misma quien se ha dado muerte.
Pregúntenlo a quien quieran, pregúntenlo a todos... digan ustedes -agregó dirigiéndose a los criados, que se miraban azorados: deseaba provocar en el acto el testimonio de los presentes -digan ustedes que la conocieron, que poseyeron su afecto, si es posible si es creíble...
El juez le interrumpió, clavando otra vez en su rostro una mirada escrutadora: