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Mientras tanto, el comisario continuaba sus investigaciones en una pequeña habitación contigua al cuarto de vestirse donde otro ropero, el lavatorio y los baúles ocupaban todo el lugar disponible. Pero tampoco allí encontró ninguna carta. Entonces volvió al dormitorio, lo atravesó, y entró en la sala: allí el registro fue aún más breve é inútil, pues aparte del diván y los sillones, sólo había una mesa llena de menudos objetos de uso, y luego el piano, sobre el cual se veía un cuaderno con composiciones de Pessard. Ya el comisario volvía sobre sus propios pasos, cuando un ruido de voces, exclamaciones de angustia le hicieron regresar: los gendarmes, obedientes a las órdenes que hablan recibido, impedían la entrada a una mujer vestida de obscuro, que llevaba en la cabeza el velo negro de la gente del pueblo lombardo.

-¡Ah, señor! ¡Ah, señor! -exclamaba la mujer, juntando las manos, el flaco rostro surcado por ardientes lágrimas. -¡Quiero verla!.. ¡Verla una vez más!.. ¡Mi patrona... mi buena patrona! ¡Ah, señor, verla!..

Era Julia que en ese momento volvía de la ciudad. Bajita y delgada algo entrada en años, parecía anonadada por la angustia.

-Dejadla pasar -ordenó el magistrado, a quien la Baronesa explicaba que, sirvienta de la Condesa durante muchos años, esa mujer había gozado de toda su confianza.

Y cuando entró, sollozante y lacrimosa juntas las manos, y se adelantó hacia el cadáver, el mismo estremecimiento, nervioso de antes volvió a sacudir el cuerpo del Príncipe; en su rostro volvieron a leerse aquel desfallecimiento de terror, aquel pavoroso dolor, como si la vista de una persona cara a la muerta su presencia allí, hicieran recrudecer su tormento. Ya no miraba al cadáver sino a la desconsolada mujer, y parecía querer acercársela juntarse con ella como para unir los dolores de ambos, para hablarla de la muerta para oírla hablar de ella Todos, hombres de justicia médicos, hasta la misma Baronesa se sentían impresionados por la ansiosa actitud de aquel desdichado: sólo la extranjera permanecía inmóvil y rígida impasible y casi sin mirar a nadie.

-¡Lo decía y lo ha hecho!.. ¡Ha hecho lo que decía!.. -gemía la mujer junto al cadáver. -Deseaba la muerte, la llamaba... ¡Ah, pobrecilla!.. ¡Ah, señores!.. Y me mandó afuera me mandó... para estar libre... ¡para que no se lo leyese en la cara! ¡Ah, si hubiera estado junto a ella!.. ¡Cuántas veces, pobrecita cuántas veces, rogó a Dios que la hiciera morir!.. ¡Y se ha matado!.. -repetía con voz aún más afligida como si hasta ese momento hubiera podido dudar y esperar, y de repente, recibiera la confirmación indudable de semejante desgracia. ¡Se ha matado!.. ¡Está muerta! ¡Señor! ¡Señor!..

La Baronesa se pasó la mano por los ojos, suspiró y atrajo hacia su pecho a la criada.

-¡Basta, basta pobre mujer!.. ¡No hay más remedio que conformarse!.. ¡Cálmese usted!.. Basta... Lo mejor es que diga usted a estos señores, a la justicia ¿adónde la mandó a usted? ¿A qué la mandó?

 
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Espasmo de Federico Di Roberto   Espasmo
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