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-A la ciudad, a pagar unas cuentas... a comprar cosas... Yo no sé más... Parecía cuando se levantó de la cama como si quisiera ir conmigo... después cambió de opinión, y me mandó...

-¿La dio a usted alguna carta? ¿Sabe usted si escribió alguna carta anoche o esta mañana?

-Anoche no: esta mañana. Esta mañana escribió una carta.

-¿A quién estaba dirigida?

-A sor Ana.

-¿Quién es sor Ana? -preguntó el magistrado, que había dejado pacientemente a la verbosa señora formular el interrogatorio.

-Sor Ana Brighton, su antigua maestra inglesa.

-¿Dónde está?

-No sé. En el sobre estaba el nombre del lugar, un nombre extranjero.

-¿Usted tampoco sabe esa dirección? -preguntó el juez, volviéndose hacia el Príncipe Alejo.

-La ignoro, pero...

Su ansiedad parecía ir calmándose. Ya iba a decir algo, cuando se volvió a oír en el fondo de la sala a los agentes de policía que impedían la entrada a alguien. Pero esa vez la inesperada persona no se lamentaba no lloraba; con voz vibrante, irritada y casi imperiosa decía:

-¡Déjenme pasar!.. ¡necesito entrar, les digo!..

Al mismo tiempo que el comisario iba a ver quién era Bérard y la Baronesa de Börne se acercaban a la puerta.

-¡Vérod! -exclamó la Baronesa al ver a un joven alto, corpulento, de cabellos negros y bigote, rubio, que decidido a forzar la consigna entró a prisa cuando los guardias, a una seña de su superior, se hicieron a un lado. Pero después de haber realizado su intento y avanzar rápidamente, los primeros pasos, el recién venido pareció de pronto titubear, vacilante: la irritación que le encendía el rostro fue cediendo ante la confusión y la angustia. Al llegar al umbral y ver al cadáver se llevó una mano al corazón, se recostó contra el marco de la puerta intensamente pálido, a punto casi de desmayarse.

-¡Nuestra pobre amiga! -exclamó otra vez la Baronesa tendiéndole la diestra cual si quisiera confortarle infundirle valor. -¡Quién lo habría dicho!.. ¿No parece un sueño?.. ¡Pobre, pobre amiga!.. Matarse así...

Pero el joven se repuso, y avanzando un paso más dijo con fuerte voz:

-No.

Un movimiento de inquietud y estupor pasó por entre los presentes.

-¿Qué dice usted? -preguntó el juez, acercándose a Vérod y mirándole fijamente en los ojos.

-Digo que esta señora no se ha matado. Digo que ha sido asesinada.

Su voz resonaba de manera extraña parecía que hablara en un lugar vacío, han glacial era cl silencio que reinaba en torno suyo, tan suspensos, y sorprendidos se encontraban los ánimos de todos los presentes. El Príncipe Alejo, erguido, inmóvil, alta la frente, miraba también fijamente a su inesperado acusador.

-¿Cómo puede usted asegurarlo? -preguntó aún el juez.

 
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Espasmo de Federico Di Roberto   Espasmo
de Federico Di Roberto

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