En aquellas palabras, en el desgarrado acento con que las repetía, había un desconsuelo, una amargura, una desesperación tan grande que la muerta no parecía ya merecer tanta compasión como el vivo, como aquel hombre inconsolable, abrumado por el dolor, que parecía, él también, próximo a perder el aliento. Y a ratos, cuando sus manos se cansaban de acariciar las manos, los cabellos, las ropas de la muerta, se las llevaba al cuello, con ademán violento, cual si quisiera estrangularse: entonces los criados, todas las personas que habían acudido, trataban de consolarle, de arrancarle a ese espectáculo cruel; pero él, con ímpetu salvaje, rechazaba a todos lejos de sí, extendía los brazos, se paraba y después de recorrer con paso inseguro, cual sí estuviera ebrio, el cuarto mortuorio, volvía a desplomarse junto al cadáver.
La villa estaba abierta para todos; nadie pensaba en impedirles su acceso. De la cercana Casa, de Salud había acudido prontamente, el doctor Bérard, quien sólo había podido comprobar la muerte instantánea. La noticia se iba propagando rápidamente entre la colonia de extranjeros y los curiosos afluían a la villa, en especial los que conocían a la Condesa y al príncipe; pero ninguno podía obtener noticias de lo acontecido, a no ser de los sirvientes. Zakunine parecía sordo y ciego, no reconocía a las personas que, se le acercaban, que intentaban estrecharle la mano, ni oía las palabras de pésame las frases de dolorida simpatía que le dirigían.
Tampoco las respuestas de los criados arrojaban mucha luz sobre el suceso. Refiriéndose solamente a las circunstancias exteriores de la catástrofe, contaban todos que el Príncipe había vuelto a la villa dos días antes, después de una ausencia de algunas semanas; que la señora se había levantado esa mañana más temprano que de costumbre y había permanecido como una hora en el terrado, mientras Su compañero trabajaba en el escritorio, con una dama que había llegado como a las nueve; que antes del almuerzo la Condesa había enviado a la ciudad, con unos encargos, a Julia la doncella italiana que tenía desde hacía largo tiempo; que, cuando ya iba el almuerzo a ser servido, el disparo había hecho estremecerá todos: que del segundo piso, donde estaban las habitaciones de los patrones, se había lanzado el Príncipe al piso bajo como un loco, pidiendo que se llamara a un médico, y que todos habían subido precipitadamente al cuarto de la Condesa donde la extranjera después dé intentar en vano socorrer a aquélla había tratado, igualmente en vano, consolar al desesperado Príncipe.
En medio de la confusión pocos habían notado la presencia de la extranjera. Era ésta una joven de veinte años apenas; cabellos de un rubio azafranado, cortos, peinados como los de un hombre; ojos claros y mirada fría; estatura más bien pequeña: estaba vestida de negro de pies a la cabeza. Se mantenía derecho e inmóvil en el ángulo de una ventana, los brazos cruzados, la cabeza inclinada, y casi y no se daba cuenta de la curiosidad que su presencia comenzaba a excitar.