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El batallón desfilaba, lentamente por la calle de Rívoli; a la cabeza marchaba la bandera, roja, seguida de una charanga bullanguera. En las ventanas había pocos curiosos. Algunos parados en las aceras, con las manos en los bolsillos, miraban pasar a esos hombres que iban al matadero. Una chiquilla, vendedora de violetas, recostada contra una tienda, abría los ojos desmesuradamente, en tanto que un tendero refunfuñaba en voz baja «contra esas gentes que perturbaban los negocios». De cuando en cuando pasaba un oficial, la cara congestionada, los ojos inyectados, enfundado en su uniforme lleno de galones. El batallón desaparecía rápidamente por una calle lateral, seguido por una bandada de granujas que gritaban. Los paseantes, bastante escasos, precipitaban sus pasos, vagamente inquietos. Tristes, sombríos, mudos, los soldados caminaban con la frente baja, no atreviéndose a mirarse los unos a los otros, como si cada uno temiera ver en los ojos de su vecino el reflejo de sus terrores lúgubres. Nada en la tropa revelaba la fuerza moral de los hombres que van al combate.

A lo lejos se oían los tambores que tocaban asamblea general. Ese redoblar ensordecido por la distancia, tenía un carácter sombrío y fúnebre. Hubiérase dicho que se llamaba a condenados.

Y, en efecto, eran condenados, obligados a defender una causa perdida.

Un velo de melancolía parecía cubrir la ciudad, flotando sobre las frentes y las conciencias. Todo ese mundo llevaba el luto de alguien o de algo: tal vez el de una esperanza desvanecida.

A algunos pasos de la Municipalidad, un centenar de hombres se unió al batallón. Rabiosos, exaltados quizá por las proclamas engañosas de la Comuna; bastaba observar su aspecto conquistador, sus ojos relucientes, sus fusiles muy cuidados cuyos cañones brillaban al contacto del sol. Creían de bueno, fe en el patriotismo de los declamadores y gritones de los clubs y comités; creían en el valor de aquellos que iban a batirse, en tanto que algunos jefes se quedaban tranquilamente en sus casas.

Había de todo en esa tropa, decidida a vencer o a morir: exaltados, embriagados por el pensamiento de un sacrificio sublime; extraviados, enloquecidos todavía por los sufrimientos físicos y morales del primer sitio; sobre toda esa espuma, esa escoria populachera que las revoluciones arrojan a la calle, negra espuma semejante al barro que permanece en la superficie de los grandes ríos revueltos.

Se imaginaban al ejército de Versailles medio vencido. Se desvanecería al día siguiente, igual que las nieblas grises que disipan los primeros rayos de sol. Reían, cantaban, tratando de alegrar la tristeza de sus compañeros. Pero pronto el desaliento de los demás los invadía, los rodeaba.

El batallón se detuvo en la plaza de la Concordia. La explanada se llenaba de soldados. Acudían de la derecha, de la izquierda, por el puente, por el muelle, por la calle Real y la avenida Gabriel. Aquí tampoco había curiosos ni aglomeraciones de gente. Los pocos paseantes no volvían la cabeza para mirar a las tropas; las niñeras no se detenían a contemplar a los soldados, ni los señalaban a los niños que cuidaban.

 
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Faustina de Bressier de Alberto Délpit   Faustina de Bressier
de Alberto Délpit

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