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Pedro lleno de gratitud hubiera abrazado de buena gana a ese hombre, que hacía tanto bien con tan pocas frases. Francisca, no decía nada: lloraba. Santiago y el señor Borel se miraban y sonreían; y el doctor Grandier sentía latir deliciosamente su corazón en presencia de la alegría que había traído a ese humilde hogar de obreros. Nada es más grande que el genio unido a la bondad.

-Ahora -prosiguió el señor Grandier, después de haber visto la llaga del herido, -quiero ver los ensayos del artista, pues parece, mocito, que usted es ambicioso. No le basta imitar al joven Bara: usted quiere ser otro Miguel Ángel.

-¡Oh, señor! -murmuró Santiago, sonriendo complacido.

El señor Grandier siguió a Francisca que lo condujo a un cuartito contiguo al dormitorio, y que servía de taller a Santiago.

Allí, en el suelo, yacían sobre las baldosas coloradas montones de barro seco, bajos relieves no acabados, medallones esbozados, pero llenos de vida y de movimiento.

El ilustre médico no ocultó su sorpresa, pues sintió en su alma la convicción que esa tierra de moldear se convertiría un día en manos de ese niño en bellezas de mármol. Vislumbró la chispa del genio en la frente de Santiago.

-Trabaja, amiguito -dijo al muchacho al volver al dormitorio, -trabaja, estudia, y llegarás a ser un gran artista; yo te lo prometo. Abrázame.

Santiago estaba loco de alegría. Si le gustaba que alabaran su valor, más le halagaba aún que le felicitaran por sus obras.

Después de haberlo abrazado, el señor Grandier, agregó.

-Volveré a verlo. Pero antes ya les daré noticias mías.

-¿Qué noticias? -preguntó Santiago curiosamente.

-¡Ese es mi secreto! Hasta la vista, señor Rosny; señora, presento a usted mis respetos. ¿Viene usted conmigo, Borel? Tengo que hablarle.

Al llegar al vestíbulo, el señor Grandier, dijo a Borel.

-Usted debe tener alguna influencia sobre este Rosny, que me parece un buen sujeto; aconséjele que no se comprometa más con la Comuna.

-No tengo ninguna, doctor. Así como no se pudo evitar que Santiago fuera a batirse con los prusianos, no se conseguirá tampoco que el padre renuncie a ir a pelearse con nuestros amigos de Versailles. ¡Es una familia de testarudos!

-E pequeño Santiago es adorable...

-¿Verdad que sí? Por eso pensé que hablaría usted de él al presidente... Disculpe a su gran amigo.

-Pensaba en ello hace un instante. Precisamente como en Versailles esta noche. Narraré la historia y respondo del éxito. Hasta la vista, querido Borel. Le agradezco la satisfacción que me ha dado hoy al traerme aquí.

-Adiós, querido maestro.

El ilustre médico bajó la escalera, pensativo. Pensaba en los caprichos del destino que va a buscar al hijo de un obrero, en un barrio apartado, para convertirlo tal vez en un artista glorioso.

 
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Faustina de Bressier de Alberto Délpit   Faustina de Bressier
de Alberto Délpit

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