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Después miró al señor Grandier que le examinaba con su mirada penetrante de psicólogo. Tenía los cabellos rubios de su madre, y como ella también ojos de un azul obscuro, altaneros, apasionados, resueltos. Era el vivo retrato de Francisca. Hubiérase dicho que el alma de esa mujer había pasado al cuerpo de ese niño. El rostro empalidecido por el sufrimiento, por las largas semanas pasadas en la cama, iba adelgazándose hacia el mentón, acusando una finura enérgica. Sus labios se dibujaban muy netamente: signo de voluntad y de valor. En cuanto a la frente, aparecía amplia y poderosa bajo los rubios cabellos.

-Borel tiene razón -pensaba el señor Grandier -Aquí hay un hombre.

Después dijo con tono bondadoso:

-Querido, voy a examinar tu herida.

-Muchas gracias, señor; si usted supiera lo bueno que ha sido para mí el doctor Borel.

-Calla, Santiago, no digas tonterías -contestó el aludido.

-No; no me callaré. Usted ha sido muy bueno. Sin usted, me hubiera muerto diez veces. Soy feliz al decirlo y repetirlo, y quisiera no olvidarlo nunca.

-Tiene razón en no querer ser ingrato -dijo el señor Grandier. -Vamos a ver, tengo que inspeccionar todo esto. Borel, hágame la relación del caso.

-Hela aquí, maestro. La bala ha penetrado por la izquierda del esternón, entre la quinta, y la sexta costilla, atravesó el mediastino anterior; salió por la derecha de la columna vertebral, entre la cuarta y quinta costilla.

-¡Diantre! ¡Bonita herida!

Al oir el entusiasmo científico del doctor Grandier, Santiago se echó a reir.

-Su observación no disiente, señor. El diablo de alemán que me apuntó tira bien.

-Este chico es encantador -dijo el doctor, -siga usted; Borel.

-Naturalmente, durante los primeros tiempos, fiebre muy intensa, hasta que vino la supuración. La fiebre duró hasta el 5 o 6 de febrero. La supuración bastante escasa al principio y de dudosa naturaleza se modificó. La cicatrización del fondo de la herida se efectuaba normalmente. La llaga de la espalda fue la primera en curarse, hacia el 20 de febrero. La del pecho supuró hasta principios de marzo. Algunos días más tarde observé síntomas de irritación pleurética que atribuí al traumatismo. Tuve que combatir esa afección que amenazaba convertirse en tuberculosis. Por eso lo tuve tanto tiempo en la cama. Ahora me gustaría que se levantara y fuese al campo para respirar aire y sol. Usted decidirá. Sobre todo tenía empeño en que conociera a Santiago.

El señor Grandier escuchaba con suma atención, y examinaba cuidadosamente al herido.

-Mi opinión es muy sencilla, mi querido Borel. Ha cuidado usted a éste chico como si fuera usted el propio Hipócrates. Su amigo Santiago lo va a ser mío. La semana que viene, podrá empezar a levantarse, pocas horas al principio, para acostumbrarse al aire y al ejercicio. Dentro de quince días me lo llevaré al campo. Señor Rosny, ¿tiene usted inconveniente en confiarme su hijo? ¿Y usted, señora?

 
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Faustina de Bressier de Alberto Délpit   Faustina de Bressier
de Alberto Délpit

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