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El Paseo de Gracia estaba lleno de gente a rebosar. Aquel día de finales de mayo, la tarde estaba teñida de tonalidades anaranjadas y el azul del cielo adquiría una notable gravidez de tan intenso. Los cristales de las ventanas reverberaban con los destellos del sol y todo parecía vivo bajo el signo de la luz. La cálida mirada del astro llenaba de resplandores las aceras de aquel entrañable paseo que siempre le había gustado tanto a Manuel y en el que se encontraba tan a gusto.
En la calzada, los vehículos iban y venían de un lado a otro y una muchedumbre de gente de todo tipo andaba arriba y abajo por la acera. Junto a él, esperando al hombrecito verde del semáforo, se pararon un grupo de chicos y chicas que hablaban en una lengua extranjera, ¿sueco, quizás danés? El cambio del semáforo interrumpió sus pensamientos y cruzó a la otra acera.
El número noventa y ocho, donde estaba la notaría, correspondía al lado de la derecha de la calle. Una placa de reluciente latón colocada en el dintel de la puerta confirmaba la presencia del despacho notarial en el segundo primera. Manuel empujó una pesada puerta de robustos barrotes y gruesos cristales y penetró en el vestíbulo de la portería, al fondo, un entramado de hierro forjado enmarcaba la puerta de acceso al ascensor.
Manuel Blanco estaba un poco inquieto ante el inesperado acontecimiento, también sentía curiosidad ante un hecho tan singular como la lectura del testamento de un personaje tan notable como su padrino; Jaume Bofarrull tenía una reconocida fortuna y por ello pensaba encontrarse con gran parte de la familia Bofarrull, a alguno de los cuales no había visto nunca y a otros hacía ya mucho tiempo. También se encontraba deseando saber, algo inquieto, qué detalle había tenido con él su padrino; no podía imaginar que podría ser, en cualquier caso, pronto saldría de dudas, acababa de hacer sonar el timbre de la puerta de la notaría.
El despacho estaba decorado con cuadros de firmas conocidas y al avanzar por sus pasillos el parquet de roble crujía levemente. Una amable secretaria condujo a Manuel hasta una amplia sala de reuniones. Con sorpresa comprobó que ya había allí otras personas esperando.
—¿Tu debes de ser Manuel, verdad?
La pregunta la formuló una mujer que aparentaba estar en la cuarentena y que sonriente le tendió la mano.
—Yo soy Montse ¿me recuerdas?
—¡Claro, la prima Montse! ¡Cuánto tiempo!...
Manuel recordó en las facciones de aquella mujer los rasgos de una alegre chiquilla cuyo rostro pecoso estaba enmarcado por dos cortas coletas. La prima Montse, con la que había compartido juegos infantiles durante los veranos pasados en la finca de los Bofarrull en el Maresme barcelonés, era ahora una mujer de rasgos agradables y sonrisa afable a la que besó en ambas mejillas a la vez que estrechaba su mano.

 
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Un verano junto al Miño de Antonio Solé Pujol y Josep Ma. Salvat Capell   Un verano junto al Miño
de Antonio Solé Pujol y Josep Ma. Salvat Capell

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