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La luz diáfana del sol mediterráneo entraba por las amplias cristaleras de la sala de ceremonias del Tanatorio de Les Corts. El salón estaba lleno de políticos y periodistas. La familia, entre cuyos miembros habían situado a Manuel Blanco, apenas ocupaba un extremo de la sala. A Manuel la ceremonia le parecía convencional: largas parrafadas llenas de elogios referidos al político desaparecido era el sonsonete común de todas las alocuciones. El cura también desgranó una retahíla de lugares comunes hablando del fin de los sufrimientos, el descanso eterno, y la Gloria en la casa del Padre. A Manuel Blanco le costaba tomarse en serio aquellas cosas, no por que fuese contrario a ellas, simplemente no tenía creencias absolutas, sólo dudas sistemáticas.
Mientras la ceremonia entraba en una fase musical con salmos cantados por el coro de cámara de una fundación musical patrocinada por el finado, Manuel Blanco se dejó llevar por sus recuerdos. Se acordó de su madre, ya muy anciana, a la que seguramente le hubiese emocionado asistir a aquella ceremonia, si no fuese que, a causa de su avanzada edad, no le habían permitido viajar desde donde vivía en la lejana población gallega de La Guardia, a cincuenta kilómetros al sur de Vigo. Allí estaba su casa natal, a la que había regresado para vivir sus últimos días, desde que dejó de trabajar para la familia Bofarrull.
La madre de Manuel, Carmen Blanco, nació en La Guardia. Sus padres, humildes pescadores, tenían dificultades para salir adelante con sus tres hijos, así que, de jovencita, emigró a Barcelona, junto a dos hermanas más, en busca de trabajo para ayudar a la precaria economía familiar. Pronto entró a trabajar como sirvienta en la casa de los Bofarrull y allí permaneció toda su vida, fiel a la familia que le había acogido. Carmiña, como le llamaban en la casa, aprendió pronto. De simple sirvienta pasó a doncella, ocupándose del servicio personal de la señora, la esposa de Jaume Bofarrull, y más tarde llegó a ser ama de llaves, ocupándose de la coordinación de todo el servicio de la casa.
Carmiña se casó y al año nació Manuel; por desgracia enviudó muy pronto. Manuel no recordaba nada de su padre; afortunadamente, el matrimonio Bofarrull se apiadó de Carmiña y apadrinó al pequeño. Los Bofarrull no tenían hijos y se encariñaron con el pequeño, hasta el punto que le permitieron que les diera el tratamiento de “tíos”. Pagaron sus estudios y dejaron que viviera junto a su madre, en el ala del edificio destinada al servicio. El pequeño Manuel pronto se convirtió en la alegría de la casa y el matrimonio Bofarrull, sin descendencia, lo tomó como propio.
Cuando Manuel Blanco se convirtió en un flamante abogado, licenciado en Derecho Internacional, Jaume Bofarrull se sintió muy orgulloso de su ahijado, por desgracia su esposa no alcanzó a verlo ya que había muerto poco antes.

La pena embargaba a Manuel Blanco, que mientras evocaba aquellos episodios de su vida, contemplaba el féretro de su padrino difunto y oía, como un run-run de fondo, los cantos del coro de cámara que acababa su réquiem.
A la salida, se formo una larga comitiva que inició, andando, el breve recorrido hasta el cercano cementerio de Les Corts, donde Bofarrull recibió sepultura en el panteón familiar. Después de despedirse el duelo, se le acercó un caballero que tendiéndole la mano le dijo,
—El señor Manuel Blanco, supongo —sin esperar respuesta, el desconocido continuó—. Soy Bernabé Molist, el abogado personal de Jaume Bofarrull. Pasado mañana por la tarde tendrá lugar la lectura del testamento del señor Bofarrull, convendría que acudiera.
—Tenía previsto regresar mañana mismo a París…
—Le recomiendo que asista. Sé positivamente que se le menciona a usted en el testamento —mientras decía esto sacó una tarjeta de su cartera y se la dio a Blanco—. El acto será el jueves a las cuatro. Estas son las señas de la notaría.

 
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Un verano junto al Miño de Antonio Solé Pujol y Josep Ma. Salvat Capell   Un verano junto al Miño
de Antonio Solé Pujol y Josep Ma. Salvat Capell

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