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Nunca había previsto trabajar para la UNESCO; cuando escogió estudiar Derecho Internacional, aconsejado por su padrino, lo hizo pensando en trabajar en alguna de las empresas de importación y exportación de la familia Bofarrull, pero la traumática ruptura con Marta, su esposa, torció todos sus planes. Se casaron ambos muy enamorados. Marta era una chica encantadora. Manuel quedó prendado de sus alegres ojos verdes y de aquellos rizos rubios que de forma tan coqueta y rebelde se descolgaban siempre sobre el rostro de la chica. Los primeros años de matrimonio transcurrieron felices. Marta era una mujer muy inteligente, lógicamente tenía ideas propias, pronto sus opiniones pragmáticas chocaron con las de Manuel, más dado a creer en la utopía. Seguían queriéndose pero su amor se volvió complicado. Su relación funcionaba bien pero sólo actuaban como regidos por un pacto contractual. No siempre es cierto que la vida se estropea por el uso. A veces se estropea precisamente por la falta del mismo... A menudo Marta le echaba en cara que no supiese descubrir sus auténticos deseos. —Te conozco como la palma de mi mano. —Di mejor que no conoces ni la palma de tu mano. —Si es eso lo que piensas, déjame en mi ignorancia, también los pájaros cantan y no saben por qué. —Estas lírico. —Estoy triste.
La calle de la felicidad es muy corta y una tarde, al llegar a casa, procedente del trabajo, Marta le dijo que su vida necesitaba algo más y que quería el divorcio. Manuel se resistió, seguía queriéndola, seguía deseándola, pero no hay nada más definitivo que la decisión de una mujer desengañada. Se divorciaron sin discusión ni drama. Manuel recordaba muy bien lo que le había dicho su amigo Jordi, hacía ya unos cuantos años, cuando le comunicó que iba a casarse: “Las personas se casan por falta de sentido común, se divorcian por falta de paciencia y se vuelven a casar por falta de memoria”. Jordi Serra era un solterón empedernido. Manuel Blanco quedó muy tocado por aquel desengaño. Necesitaba olvidar pero cada rincón de su casa, cada calle de su ciudad, cada perfume cercano, le recordaban a su exmujer. Jaume Bofarrull con su habitual perspicacia se apercibió de ello y le propuso aquel trabajo en París, olvidaría a Marta, le dijo. Al llegar a su apartamento en el barrio del Marais, como cada día, recogió el correo de los buzones de la entrada: un par de facturas, un folleto publicitario, el ejemplar diario del periódico “Le Monde” al que estaba suscrito. Una vez en su apartamento, después de aflojarse el nudo de la corbata, se sirvió un whisky con agua, se sentó en el sillón y se dispuso a dar una ojeada a los titulares del periódico, entonces sonó el teléfono. Le sorprendió recibir una llamada de la secretaria de su padrino: “Jaume Bofarrull ha muerto hoy en la clínica Teknon de Barcelona. El entierro será mañana por la tarde a las cinco”.
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