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La noche invadía pacíficamente las calles de París, mientras los neones multicolores de los establecimientos y los faros de los coches iniciaban su diario contraataque para impedir el avance de la oscuridad. Manuel Blanco, de regreso a casa, al volante de su coche, observaba con la indiferencia de lo cotidiano el bullir de aquella ciudad que le había acogido hacía ya cinco años, cuando llegó casi huyendo procedente de su Barcelona natal. Mientras esperaba que la luz del semáforo cambiara de color, Manuel Blanco percibió el sutil avance de la noche al comprobar como se prendían las farolas del Boulevard Raspail, dibujando una ondulada línea de puntos de luz a lo largo de la avenida. “Las noches cumplen una misión imprescindible al interrumpir con sincopada precisión la longitud de los días para darles dimensión y sentido —se le ocurrió— El día sería eterno sin noche”. Un bocinazo le sacó de sus triviales cavilaciones: el semáforo había cambiado a verde. Parecía una tarde como todas las demás, pero Blanco no sospechaba que pronto iba a vivir acontecimientos que cambiarían su vida de manera extraordinaria. A aquella hora en que la mayoría de parisinos dejaban su trabajo para dirigirse a sus domicilios, el intenso tráfico hacía aún más largo el trayecto desde las oficinas de la UNESCO en la plaza de Fontenoy, donde trabajaba, hasta su apartamento en el barrio del Marais. Hacía ya casi cinco años que colaboraba con el Consejo Consultivo Científico y Técnico en calidad de asesor legal. Había conseguido aquel puesto gracias a sus estudios de Derecho Internacional pero, sobre todo, gracias a la influencia y contactos de su padrino, el conocido político catalán Jaume Bofarrull.
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Consiga Un verano junto al Miño de Antonio Solé Pujol y Josep Ma. Salvat Capell en esta página.
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