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     Después de gustar hasta empalagarnos los jarabes y mixturas de estos poetas modernos que han creado a Fedora, Margarita, Adriana y, Frou-Frou, bien llega ese vaso de agua cristalina y, fresca que rezuma de la gran roca de mármol del viejo clasicismo, labrada a guisa de artística taza por la mano del gran trágico del siglo decimoséptimo, Racine.

     Arte soberano el arte griego, en que los ideales aparecen encarnados y perfectos bajo el foco de luz de la primitiva inspiración; arte soberano el que humanizando a los dioses y divinizando a los héroes, se vestía con la nube de fuego de los inmortales, al propio tiempo que recibía de la virgen naturaleza su plástica, su vida, su potencia vigorizadora.

     Eurípides, el que calzaba el coturno de oro, y aumentaba arrugas a la máscara de la tragedia, fue el creador de Fedra en su Hipólito famoso. La musa severa que inspiró a Esquilo y a Sófocles, le concedió sus favores: y en el vestíbulo del templo de la Fama, álzase la majestuosa talla de Eurípides, resplandeciente ante la mirada de los siglos.

     Es el arte antiguo a manera de un árbol reverdecido y frondoso, hinchado de savia y ornado de ramas y de flores. No hay en él poda ni riego de la mano del hombre, sino que ha crecido bebiendo la humedad de la tierra, recibiendo los rayos del sol y los alientos de la montaña.

     Hay para él un Olimpo en que los dioses forman su conciliábulo; un Júpiter poderoso que tiene a sus pies el águila y en su mano la centella; un Apolo que pulsa la lira de los hombres con sus dedos divinos; una Afrodita, símbolo de la belleza y del amor. Arte al que la naturaleza le brinda sus maravillas; por él la inspiración helénica ha cobrado vuelos gigantescos y ha llevado, lleva y llevará necesariamente el cetro de la poesía universal.

     ¡Qué gran distancia la que se nota entre aquellas obras maestras de los antiguos griegos, las clásicas producciones de los viejos poetas, y las de las escuelas modernas en que una inspiración, ya contenida, ya mediana, ya desbordada, deslumbra con cuadros luminosos, pero que son, comparados con aquellos monumentos de un pasado gloriosísimo, lo que una vislumbre de fuegos de Bengala ante las tinturas puras y radiantes de una aurora que nace por su oriente.

     La belleza plástica no ha tenido trono más augusto que aquel en donde fue labrado el mutilado simulacro de la diosa de Milo: Grecia; y en Grecia tiene origen la prístina belleza poética que dio la regla, que hizo el molde, que señaló el camino que deben adoptar los que pretendan acercarse a una acabada perfección; desde la epopeya que brota del arpa del ciego de Quío, hasta la tragedia en que Esquilo enciende la hoguera y Eurípides la aumenta con su combustible.

     Diremos con Juan Pablo Richter, que la Grecia veía la vida y vivía por sí misma, mientras que los modernos hacen todo lo contrario.

     ¡Qué grandeza aquella!

 
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