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     Ante la Fedra de Racine, la de Séneca se olvida, la de Nicolás Pradon no puede contemplarse. Y es que Séneca con su espíritu latino, con su gran talento, con su percepción admirable, no podía volar con las alas de águila del trágico francés; y Pradon, cuya figura es imperceptible si se compara con Racine, no tenía en sus ojos la retina de este ingenio, que mira el sol del arte antiguo sin parpadear; escudriñando sus fulgores y admirando sus magnificencias.

     El argumento de Fedra es bien conocido por los que hayan ojeado cualquier obra de literatura francesa.

     Esa reina que se enamora con la pasión más loca que puede caber en humano corazón, es pasmosa, es admirable. Débil, lánguida, aparece primero, vagando por la escena, llena de melancolía.

     ¡Cuán triste esa música celeste que brota de sus labios! Muestra la cuitada enferma el fondo de su corazón, sus desventuras; y al hablar, su palabra es un gemido quejumbroso. Pero bajo aquella faz apacible hay una explosión contenida. Al alejarse de Hipólito y volverle a encontrar, aquel corazón apasionado arde y palpita. ¡Fedra declara a su amado lo mucho que le adora!, y tiene en su voz entonces trémulas vibraciones de arpa herida. Pero Hipólito la escucha como una estatua de piedra. Ante aquella frialdad y aquella crudeza, Fedra se revuelve, se agita con las convulsiones del frenesí; los celos la muerden como serpientes irritadas; y, loca, arrebatada, vuela en busca de sus viejos amantes.

* * *

     Sarah Bernhardt ha hecho una Fedra como sólo ella lo puede.

     Ella ha demostrado cómo es reina del teatro vistiendo la bata de Margarita, la falda lujosa de Fedora, el traje de Frou-Frou y el peplo griego. Y así como su cuerpo se ajusta a todos los caprichos del vestir, así como su pie calza igualmente el zapato sedoso de los tiempo de Luis decimoquinto, y el alto coturno de antiguas edades, su talento se acomoda a todas las expresiones del ingenio humano; y así declama la prosa rica y las estrofas áureas de autores modernos, como las estancias del elegante Racine.     ¡Gran trágica es Sarah Bernhardt!

     Tal la hemos visto en Fedra, que juzgarnos en su rostro, superpuesta la máscara simbólica de la tragedia antigua.

 
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