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     El soberbio Esquilo que hace hablar a los dioses inmortales, que tiene por bambalinas de sus escenarios nubes tormentosas, que encadena a Prometeo y hace que Hermes le reproche sus quejidos, Esquilo, convierte en bufón al océano.

     Advierte el sabio Winckelmann que uno de los caracteres distintivos de aquella poesía soberana es la olímpica serenidad de los dioses. En medio de los estallidos del trueno, en la agitación de las tormentas que su diestra produce, el padre Jove yergue la cabeza con quietud y majestad.

     Mas al llegar a las pasiones de los hombres, la serenidad divina se trueca en tempestad humana.     Vamos directamente a Eurípides, este inimitable pintor de la pasión furiosa y desbocada.

     Ante todo, recordemos su genial vigor y gallardía, su gran fondo, tachado de llevar gérmenes inmortales, nada menos que por el buen Aristófanes, quien, como dice un filósofo alemán, dejó caer sobre nuestro trágico una lluvia de ranas, a manera del profeta guiador del pueblo hebreo. Pero esa lluvia de ranas es únicamente producida por el censor inflexible, para castigar al poco escrupuloso autor de Hipólito, en cuanto salta el valladar de una moral restricta.

     Sófocles tuvo aprecio -justo para algunos, injusto para otros-, por Eurípides. Y es de ver a dos caracteres de los principales entre los trágicos helenos, unidos por el ingenio y la simpatía personal.

     Si Aristófanes censuró tan acerbamente a Eurípides, de éste opina el filósofo alemán, ya citado, que, si resucitase, le alzarían arcos triunfales como al gran restaurador de la moral pura, en lo antiguo tan descoyuntada y maltrecha.

     El espíritu de este poeta censurado, es el majestuoso espíritu trágico por excelencia.

     En los labios de sus personajes, cobran nobleza y hermosura hasta los más triviales modismos que en el pueblo se empleaban.

     La musa del ceño arrugado que dictaba los hexámetros solemnes, le infundía en sus creaciones un aliento soberano.

     Fedra es uno de los bellos personajes de Eurípides, y el origen de donde arranca esa obra de Racine, que en la tragedia francesa esplende y llama a la admiración.

     El demonio Voltaire, que decía: -Mon cher Tierrot, l'Apocalypse est une saleté-, contuvo el rictus de sus labios burlones y se descubrió ante Fedra. Y es que la Fedra de Racine sobrepuja a la de Eurípides; pues, además de ser aquí protagonista y allá secundaria, el poeta francés ha juntado en ella el brillo de su espíritu, de su procedimiento y de su época, a la altitud de la creación primitiva, coronada por una aureola de fuego inmortal, descendida del cielo luminoso bajo cuya techumbre resonaron los versos de Sófocles y de Esquilo.

 
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