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VI

A partir de entonces, todo fue de mal en peor. Lo único que seguía vivo en esa tierra maldita eran las vides. Pero estaban infestadas de arañas que crecían dentro de esas inmundas uvas negras, las mismas que habían acabado con la vida de Matías Blanco.
No había sentido en mantener a los trabajadores: no había tierra que trabajar. Roldán los despidió y, a regañadientes, pagó las indemnizaciones.
Hacía meses que la tierra no producía, pero Severino se había confiado en que la situación se revertiría. Con préstamos bancarios compró provisiones a crédito. Se fue endeudando más y más.
Y así, la gruesa fortuna que había logrado acumular, finalmente desapareció.
Para terminar de cancelar sus deudas no le quedó más alternativa que vender sus vehículos y toda la maquinaria agrícola, y ni así fue suficiente.
Lo único que le quedaba era la tierra: una tierra seca que ya no valía nada.
Los pequeños chacareros, que nunca habían logrado despegar del piso, aplastados bajo el pie de Roldán, finalmente progresaron y, gracias a ellos, el pueblo no se vio afectado por la pérdida de la finca.
El abogado también lo abandonó. Roldán ya no le podía pagar. Ya no era su mejor cliente.
Junto con su fortuna, Roldán perdió su poder. Y el pueblo, que le había obedecido por miedo, finalmente le dio la espalda.
Y así fue que Severino Roldán se convirtió en un desterrado en su tierra.
Nadie le ofreció ayuda ni se acercó a socorrerlo.
No tenía dinero, así que no podía comprar nada, ni siquiera comida. Como su tierra no servía, sembrar era impensable. Su pozo se había secado, y la alacena hacía mucho tiempo que solo guardaba telas de araña.
La única alternativa para comer era robar, pero no caería en esa trampa. Le pasaría lo mismo que le había pasado al chico Blanco.
Roldán perdía el juicio obsesionado con la idea de que en su tierra algo crecería. Su tierra lo iba a perdonar. Pero los días pasaban, y la tierra seguía muerta.
Lentamente, Roldán se fue consumiendo hasta transformarse en un anciano débil y acabado.
Poco a poco fue perdiendo la noción de lo que era real y de lo que no. Confundía el presente con el pasado y, durante largos períodos de tiempo, se quedaba contemplando la majestuosa finca que ya no crecía allí.
Y así fue que una tarde, perforado de hambre y enloquecido de sed, añorando lo que una vez había sido, pero sin una pizca de remordimiento por lo que había hecho, creyó ver una vid. Una maravillosa vid sana y cargada de aquellas magníficas uvas rosadas. Y sin pensarlo ni una vez, tan rápido como pudo, fue junto a aquella planta.
Se le hacía agua la boca de solo recordar el sabor de la fruta y se regocijaba pensando en que recuperaría su tierra. Y cuando fuera poderoso otra vez, todos los que ahora lo habían abandonado lo pagarían.
Y arrancó un racimo. No sintió las picaduras. Tampoco pudo identificar el sabor de aquellas uvas: antes de que su mente lo reconociera, su cabeza golpeó contra la tierra dura.
De su mano sin vida cayó un racimo de uvas negras y, en el mismo instante en que tocaron el suelo, justo antes de que Roldán cerrara los ojos para siempre, vio cómo un brote tierno surgía de la tierra.

 
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No hay una sola forma de morir de Jorgelina  Etze   No hay una sola forma de morir
de Jorgelina Etze

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