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II
Matías Blanco y otros chicos del pueblo susurraban agazapados junto al alambrado. —Ya les dije que no pasa nada —Matías hablaba con firmeza—. Quiero un racimo de uvas, y me las voy a comer, y si este viejo no me las regala, entonces se las voy a robar como hice siempre. —¡Pero, nene, están envenenadas! —¡Qué envenenadas ni qué mierda! Matías se escurrió entre los alambres y se acercó a una de las vides más cercanas al perímetro. En la noche clara, el rocío brillaba sobre las uvas y les daba un aspecto vítreo. Matías se tomó el tiempo necesario eligiendo el mejor racimo, el más suculento y apetitoso. —¡Envenenadas! —susurró, como restándole importancia al rumor. Al encontrar el racimo que buscaba, lo cortó de la planta. Sintió la suavidad de la fruta entre sus dedos y percibió su aroma dulce y sutil: no pudo resistirse a probar. La uva le explotó dentro de la boca, y su delicioso jugo se deslizó por su garganta. No esperó a terminar de saborearla. Inmediatamente se comió otra. Pero esta vez no le supo igual. Nunca se enteró a qué le supo: antes de que su mente pudiera reconocer ese extraño sabor, Matías había caído muerto.
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No hay una sola forma de morir
de Jorgelina Etze
ediciones PasoBorgo
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