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IV

El invierno llegó con abundante heladas, pero los cítricos crecieron sin sabor. Ese año las naranjas no fueron dulces. Caían de los árboles secas como el pecho de una anciana y agrias como la leche cortada.
Los manzanos se abicharon, los duraznos no nacieron y las frutillas crecieron demasiado ácidas.
Lo peor, las uvas. Aquellas magníficas uvas que habían sido siempre valiosas cápsulas de néctar y ambrosía, se fueron poniendo negras, se arrugaron como pasas y se cargaron de una tinta negra y viscosa, tan nauseabunda como el jugo de una herida purulenta. Los racimos se habían llenado de arañas, y las uvas alojaban sus huevos.
Severino no entendía. ¿Por qué esa tierra generosa que solo había producido dulces manjares, ahora lo castigaba con esto? Él no había hecho nada malo… ¿O sí? En el fondo de su corazón mezquino, Roldán guardaba esa respuesta pero no se enfrentaría a ella. Además él conocía su tierra mejor que nadie, y podría hacerla producir otra vez.
El clima benévolo, con suficientes lluvias y el sol adecuado, no podía ser el problema.
Severino prestó más atención al riego. Personalmente tocaba la tierra de todas sus plantas para indicarles a sus trabajadores la cantidad justa de agua que cada frutal requería.
Recorría los pasillos de la plantación mirando con ojo experto cada planta, buscando señales de enfermedad para actuar a tiempo.
—Falta abono en los manzanos.
—El agua de las peras no es suficiente.
—Protejan las frutillas.
—Fumiguen los cítricos.
Y así seguía todos los días, ordenando a sus trabajadores una lista interminable de tareas y cuidados.
—¡La finca está en terapia intensiva —gritaba—. Y si se muere, ¡ustedes se quedan sin trabajo!
No podía enfrentarse a la verdad que lo atormentaba: él sabía que todo era su culpa.
Fertilizaron la tierra con productos químicos y orgánicos, con sangre y con sudor, pero no había caso: la tierra se moría.
Los árboles, que hasta entonces habían sido frondosos, se retorcían como vampiros a los que sorprendió el sol.
La tierra, que siempre había sido negra y suelta, se convirtió en un manto amarillento y agrietado. Duro como el asfalto y tan estéril como él.
Entonces Severino Roldán supo que le quedaba solo una cosa por hacer. 

 
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No hay una sola forma de morir de Jorgelina  Etze   No hay una sola forma de morir
de Jorgelina Etze

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