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III
La muerte de Matías Blanco dividió al pueblo. Un bando sostenía que el muchacho había muerto envenado, apoyándose en el rumor que había corrido y en el testimonio de los chicos que fueron con él a robar las uvas. Otros, la minoría, acordaban con el médico: el chico había muerto por una reacción alérgica. “Anafiláctica”, había dicho el doctor: —Las numerosas picaduras en sus manos no me dejan dudas. Mientras arrancaba las uvas, fue atacado por algún insecto. Y fue esto y no la fruta lo que acabó con la vida de Matías Blanco. El resultado de la autopsia lo confirmó. Y así, a pesar de lo que la mayoría creía, se declaró que la muerte del chico no había sido causada por la fruta de Severino Roldán, quien quedó libre de culpa y cargo. Además, era imposible envenenar la fruta. —Una vez cosechada, vaya y pase —dijo el juez—. ¿Pero envenenar la planta para que produzca fruta repleta de una ponzoña tan poderosa capaz de matar al instante? No, eso no es posible.
Luego de la muerte de Matías, algo se disparó en la finca. Al principio fue imperceptible. Sólo Severino con su ojo clínico pudo reconocer los primeros síntomas. Algunas plantas comenzaron a perder fuerza. Las hojas se pusieron amarillas y se cayeron. Los insectos, sin prisa pero sin pausa, arremetieron contra los árboles y arruinaron parte de la cosecha. Un problema aquí, otro allá: Roldán sabía que las cosas no iban bien. Después todo empeoró.
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No hay una sola forma de morir
de Jorgelina Etze
ediciones PasoBorgo
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