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V

Al amanecer, ensilló y, al trote, se alejó de su tierra en dirección al monte.
Sabía que sería como la última vez: el chamán lo esperaría en la espesura.
Avanzó con su caballo por el sendero. El sol ya ardía alto, pero apenas algunos rayos lograban atravesar el techo de árboles.
El bosque acechaba silencioso. No se oían ni las aves ni los insectos. Era como si el mundo contuviera el aliento, aguardando un desenlace profundamente temido. El sonido de los cascos de su caballo contra el suelo aumentaba esa sensación.
Al rato de andar, Roldán percibió el aroma de una fogata. Sí. Era humo, pero en ese fuego ardía algo más.
—Incienso, mirra, palo santo… —susurró—. Estoy cerca.
Guió a su caballo en la dirección de la que provenía el humo.
En un claro lo divisó: en cuclillas, junto al fuego, lo esperaba el chamán. Con una vara removía las brasas.
—Roldán —saludó de espaldas—. Pensé que vendría antes.
Severino no respondió. Se limitó a acercarse a la fogata y a mirarla fijamente.
—Supongo que viene porque su tierra se muere, ¿no es cierto?
—No sé qué pasa.
El chamán seguía agachado, pero levantó la cabeza para observar a Roldán.
 —¿No lo sabe?
—Tiene que ver con lo de antes, ¿no? —Severino mantenía los ojos clavados en las brasas.
—Tiene que ver.
La cautela se elevó entre ellos, paréntesis necesario para que cada uno pensara a solas.
—Cuando vine la otra vez, le pedí que protegiera mi plantación de esos bandidos.
—Lo hice.
—¿Qué fue lo que hizo? ¡Estoy perdiendo mi tierra!
—Lo que me pidió: un conjuro de protección, tal como quedamos. Lo de las arañas fue un buen toque. Así, parece que fue eso lo que mató al chico.
—¡Pero mi tierra se está muriendo! ¡Tiene que ayudarme!
El chamán se levantó y se acercó más al fuego. De su bolsillo sacó sal gruesa y la arrojó a las llamas. Pequeñas explosiones llenaron el silencio.
—No puedo.
—¡Cómo que no puede!
—Yo hice el conjuro, solo eso. Pero el castigo que me pidió fue desproporcionado para el crimen. La tierra mató a un joven, y sufre por lo que ha hecho. Se está castigando y, a través de ella, lo está castigando a usted.
—¡Pero eso es injusto! ¿Cómo lo revertimos?
—Con un sacrificio…
Roldán se rio sobrador.
—¿Qué quiere? ¿Qué mate a un cordero?
—No, eso no sirve. No sé qué tiene que hacer. La tierra se cobrará esa muerte, pero no sé a qué precio.
—Ayúdeme —suplicó Roldán.
—No sé cómo. 

 
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No hay una sola forma de morir de Jorgelina  Etze   No hay una sola forma de morir
de Jorgelina Etze

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