-Sí escribana, perdóneme escribana, ya mismo traigo su café,
con permiso escribana.
-Te tiene pánico -Mónica, su socia, se hizo a un lado en la
puerta para cederle el paso- te ve y se acelera la pobre, no sabe qué hacer para
conformarte.
-Será por los latigazos con que la castigo -Magda se ubicó en
su sillón espiando sin interés las anotaciones que Beatriz había dejado.
El estudio de Magdalena Carranza de Iñíguez y Mónica Sáenz
Lamas de Montalbán era un piso amplio con vista al río, decorado con la dosis
exacta de formalidad y elegancia propia de dos profesionales tan eficientes como
el mejor de sus colegas varones y tan femeninas como la mayor parte de sus
clientes: distinguidas viudas o divorciadas que ignorantes de los asuntos de
papeles confiaban en ellas el control de sus bienes; sociedad meritoria y
responsable que operaba desde hacía más de treinta años con una reputación
reconocida en el medio.
Magda y Mónica (M y M para el ambiente) fueron socias desde que
se recibieron y amigas desde que compartieron el banco en la escuela Antonio A.
Zinny del barrio de Caferatta en Parque Chacabuco, en donde ambas cursaron la
primaria. Más que eso Mónica fue el motivo por el cual Magda llegó a la
profesión en el momento que su padre se negó a que fuera actriz y la obligó a
elegir un oficio honorable.
Poco antes de aquello había muerto su madre, Ema Olaguer de
Carranza, una sevillana inquieta que habiéndose enamorado locamente (valga la
redundancia) del apuesto Ingeniero cuando éste llegó a su ciudad para montar uno
de sus mamotretos de acero, no dudó en seguirlo hasta estas tierras alejadas de
Dios y de los suyos en las que gota a gota fue perdiendo su
alegría.