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Dijimos que en el orador había que considerar tres cosas: lo que dice, cómo lo dice, y cuando. Expliquemos cuál es lo más excelente en cada género, pero de manera algo diversa de como suele enseñarse en los tratados del arte. No pondré ningún precepto, ni es este mi propósito, pero declararé la idea y forma de la más excelente elocuencia, sin decir cómo se adquiere, sino cómo la entiendo y concibo.

De los dos primeros puntos trataré con brevedad, porque propiamente. no estriba en ellos la gloria del orador, aunque sean necesarios y comunes a muchos. La invención, y el escoger lo que se va a decir, es más propio de la prudencia que de la elocuencia. ¿Y en qué causa puede faltar la prudencia? Conozca, pues, el orador que ya suponemos perfectas las fuentes de los argumentos y razones. Porque en toda controversia o disputa se pregunta si es, o qué es, o cómo es. A la pregunta si es, se responde con los signos; a la pregunta qué es, con las definiciones; y a la de cómo es, con las calificaciones de bueno o malo; para usar de las cuales, debe el orador, (no el vulgar, sino el excelente) no reducir, siempre que pueda, la controversia a particulares personas y tiempos. Más ancho campo ofrece el disputar sobre el género que sobre la parte, y lo que se prueba en general queda probado en particular. Esta cuestión particular, reducida a general, se llama tesis. En esta ejercitaba Aristóteles a los jóvenes, no disertando asiduamente al modo de los filósofos, sino defendiendo entrambas partes con ornato y abundancia, y él mismo indicó ciertos lugares o notas de los argumentos para defender una y otra parte.

Fácilmente podrá nuestro orador, que no ha de ser ningún declamador de escuela ni rábula de foro, sino el más docto y perfecto de los oradores posibles, recorrer todos los lugares comunes, usarlos oportunamente, y aprender de dónde emanan. No prodigará toda esta riqueza, sino que hará uso de ella con elección y parsimonia, porque no siempre y en todas las causas convienen los mismos argumentos. El juicio dirigirá, no sólo la intención, sino también la elección. Nada hay más feraz que los ingenios, sobre todo cuando han recibido algún cultivo. Pero así como las mieses fecundas y ricas no sólo producen espigas, sino también, hierbas muy dañosas a la cosecha, así también de los argumentos hay que descartar muchas cosas pueriles, o ajenas a la causa, o inútiles: en lo cual está el juicio y discreción del orador. De otra suerte, ¿cómo ha de insistir en los argumentos que tienen realmente fuerza? ¿Cómo ha de suavizar lo duro u ocultar lo que no puede destruir? ¿Cómo ha de conmover o regir a su arbitrio los ánimos, o presentar un argumento que parezca, más probable que el más fuerte de los argumentos contrarios?

Y una vez hallado lo que va a decir, ¿cómo lo colocará? Porque este era el segundo punto de los tres. Espléndido vestíbulo y entrada para la causa es el apoderarse de los ánimos en la primera agresión, debilitando y destruyendo las pruebas contrarias, y colocando algunos de los argumentos más firmes al principio, otros al fin, e interpolados con ellos los más leves. Esto baste sobre las dos primeras partes. Ya he dicho que, aunque sean de grande importancia, requieren menos arte y trabajo que la tercera. Una vez hallado lo que se va a decir, y cuándo, resta saber cómo se dice. Solía afirma nuestro Carneades que Clitómaco decía siempre las mismas cosas, y que Cármadas las decía siempre del mismo modo. Y si en la filosofía, donde se atiende a las cosas y no a las palabras, importa tanto el modo de decir, ¿qué sucederá en las causas, donde todo consiste en las palabras?

Según infiero de tus cartas, Bruto, lo que deseas saber de mí, no es a quién tengo por perfecto orador en la invención y en la colocación, sino qué género de oratoria me parece preferible. Cosa difícil, oh Dioses inmortales, por no decir la más difícil de todas. Pues siendo la palabra tan blanda y flexible que se la puede llevar a donde uno quiera, sin embargo, la variedad de costumbres y caracteres crearon muchos géneros y estilos diversos entre sí. Unos gustan del arrebatado río de las palabras, y ponen en la rapidez el mérito de la elocuencia; a otros agradan los largos períodos y las dilatadas pausas. ¿Qué cosas puede haber más distintas? Y, no obstante, cada una puede ser excelente en su género. Trabajan otros en un estilo llano e igual, y en un puro y cándido modo de decir. Algunos afectan dureza y severidad en las palabras, y dan a la oración un aire de tristeza. En suma, la división que antes hicimos del estilo, en grave, humilde y templado, es aplicable a los oradores, porque los hay de tantas clases, cuantos son los mismos estilos. Y ya que he comenzado a satisfacer ampliamente, lo que me pedías; pues preguntándome tú solamente de la elocución, te he hablado además, aunque brevemente, de la invención y de la disposición, diré ahora algo de la acción, para que así no quede omitida ninguna parte, exceptuando la memoria, de la cual se habla en muchos tratados.

En la acción y en la elocución estriba el modo de decir las cosas. Es la acción una cierta elocuencia del cuerpo, como que consta de voz y movimiento. Las inflexiones de la voz son tantas como los afectos del ánimo. Por eso el perfecto orador, cuando quiera mostrarse apasionado y conmover el ánimo de los oyentes, escogerá un tono qué responda bien a la pasión. De esto podría decir mucho si fuera ocasión o tú me lo preguntaras. Diría también algo del gesto y del ademán. Es increíble cuánto importa el buen empleo de estos recursos al orador, hasta tal punto que los niños, por sólo el mérito de la acción, lograron muchas veces el fruto de la elocuencia, al paso que muchos oradores elocuentes parecieron niños, por faltarles el gesto y ademán; de suerte que no sin causa concedió Demóstenes el primero, segundo y tercer lugar a la acción. Sin acción no hay elocuencia; y la acción tiene por sí sola, y sin el auxilio de la palabra extraordinaria fuerza. El que aspire, pues, a la perfección oratoria, diga con tono espantado y misterioso las cosas atroces, con voz blanda y suave las sencillas, con dignidad y reposo las graves, y en humilde y quejumbroso estilo las dolorosas. Admirable es la naturaleza de la voz humana, que con tres tonos, agudo, grave y circunflejo, produce tanta y tan agradable variedad en el canto.

Hay en el decir un tono más oscuro, no el de los retóricos de Frigia y Caria, que es casi una canturia, sino aquel de que hablan Demóstenes y Esquines, cuando se echan mutuamente en cara las flexiones de la voz. Demóstenes afirma muchas veces que Esquines era de voz dulce y clara; y aquí se me ocurre una observación digna de tenerse en cuenta, acerca de la suavidad de la voz. La misma naturaleza, como si quisiera modular la voz humana, puso en toda palabra un acento agudo, ni en la primera, ni en la última sílaba, para que así siguiera el arte a la naturaleza misma en el deleitar los oídos.

 
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de Marco Tulio Cicerón

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