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Aquel varón de tan extremado ingenio echaba de menos muchas cualidades en sí y en los otros, y no veía a nadie a quien con justicia pudiera llamar elocuente. Y si no se tuvo por elocuente a sí propio, ni tuvo a Lucio Craso, es porque había concebido una forma de la elocuencia a la cual nada faltaba y en la cual no podía incluir a los que carecían de alguna o de muchas cualidades. Investiguemos, pues, Bruto, quién era ese orador que nunca vió Antonio, y que quizá no existió nunca, y si no podemos imitarle y expresar su imagen, porque esto, según él decía, solo a Dios está concedido, podremos decir a lo menos cómo debe ser este orador perfecto. Tres son los principales estilos, y en cada uno de ellos han florecido insignes oradores; pero muy pocos han descollado por igual en todos, que es lo que buscamos. Ha habido oradores grandilocuentes, fogosos, variados, graves, ricos y majestuosos en las palabras, hábiles para conmover y arrastrar los ánimos, otros dentro del mismo estilo, han sido ásperos, tristes, hórridos, y sin corrección ni acabamiento; otros, en el estilo sencillo se han mostrado agudos, lúcidos, más atentos a la claridad que a la magnificencia, limados, sutiles y tersos en el estilo. Y, por el contrario, en el mismo género donde ellos habían puesto gracia, viveza y sencillos ornatos, otros han sido incultos, aunque hábiles, y han querido de intento hablar como la gente ruda é imperita.

Hay un estilo medio y templado, que no tiene la agudeza del segundo ni los rayos del primero, sino que participa de los dos, o más bien, si buscamos lo cierto, difiera mucho de uno y otro. Unas veces fluye apaciblemente mostrando sólo facilidad y llaneza; otras veces añade a la oración ligeros adornos de palabras y sentencias. Los que en cada uno de estos géneros han conseguido la perfección, tienen gran fama entre los oradores. Investiguemos ahora si han logrado lo que deseaban.

Venios a algunos que han sabido hablar con ornato y majestad, y al mismo tiempo aguda y sutilmente. ¡Ojalá que entre los Latinos pudiésemos encontrar este género de oradores! Gran cosa sería no tener que buscar ejemplos extraños, sino contentarnos con los propios. Pero yo, que en el diálogo Bruto he concedido tanto a los Latinos, ya por amor a los nuestros, ya por alentarlos, me acuerde que sobre todos pongo a Demóstenes, por haber sabido acomodar su elocuencia a la idea de perfección que yo tengo, y a la que en otros he visto y conocido. Nunca ha habido ninguno más grave, ni más ingenioso, ni más templado. Y por eso debo advertirá los que por el desaliño de su estilo quieran ser llamados áticos, o pretenden hablar áticamente, que admiren este dechado de perfección, el cual fue más ático que la misma Atenas. Aprendan en él lo que es estilo ático, y midan la elocuencia por las fuerzas de Demóstenes, y no por su propia debilidad. Ahora cada uno alaba tan sólo lo que tiene esperanza de poder imitar. Sin embargo, no juzgo inoportuno para los que tienen grande estudio, pero juicio poco firme, explicar en qué consiste el mérito propio de los áticos.

Siempre fue norma del estilo de los oradores la cultura de los oyentes. Todos los que quieren ser alabados, tienen en cuenta la voluntad del auditorio, y a ella y a su arbitrio y gusto lo amoldan todo. Así la Caria, la Frigia y la Misia, por ser menos cultas y elegantes, adoptaron cierto género de dicción abundante, aunque pingüe y craso, el cual nunca aceptaron sus vecinos los Rodios (separados de ellos por tan poco espacio de mar), ni los Griegos mucho menos, y que los Atenienses rechazaron del todo, porque su recto y seguro criterio no les permitía oír nada que no fuera elegante y severo. Esclavo de este respeto el orador, no se atrevía a usar ninguna palabra insolente ni odiosa.

Por eso aquel de quien decimos que se aventajó a todos los restantes, en su admirable discurso en defensa de Tesifon empieza en tono muy sencillo; después se va animando al hablar de las leyes, y finalmente, cuando va a los jueces conmovidos, procede con ardorosa elocuencia. Y sin embargo, en este mismo orador que pesaba tan bien el valor de todas las palabras, reprende y censura Esquines algunas cosas, y las tiene por duras e intolerables. Y al llamarle bestia, parece dudar si aquellas palabras son monstruosas; de suerte que, en concepto de Esquines, ni el mismo Demóstenes fue verdaderamente ático. Fácil es notar alguna palabra demasiado vehemente (digámoslo así) y burlarse de ella cuando ya está apagado el incendio en los ánimos. ¿De qué modo se hubiera tolerado en Atenas a un Misio o a un Frigio, cuando hallaban que reprender en el mismo Demóstenes? ¿Quién hubiera podido sufrir al que comenzase a hablar a la manera de los asiáticos, con voz indignada y aullante?

Han de llamarse, pues, áticos los que en el decir se acomodan a los oídos severos y ejercitados de los Áticos. Y hay muchos géneros de aticismo, aunque éstos imitadores sólo saben la existencia de uno. Se equivocan en creer que es solo: no se equivocan en creer que es ático. A juicio de éstos, si solo el estilo que ellos ensalzan fuese ático, no lo hubiera sido el mismo Pericles, a quien sin controversia otorgaban todos la primacía. Si se hubiera contentado con el estilo sencillo, nunca hubiera podido decir de él el poeta Aristófanes que tronaba, relampagueaba y confundía la Grecia. Sea en buen hora ático el elegante y cultísimo Lisias. ¿Quién lo puede negar? Pero entendemos que el aticismo de Lisias no consiste en ser sencillo y poco adornado, sino en no tener palabra alguna desusada o impropia. El hablar con ornato, majestad y abundancia será también ático, o no lo serán ni Esquines ni Demóstenes.

Algunos hay que se dicen imitadores de Tucídides: nuevo e inaudito género de ignorancia, porque al menos los que siguen a Lisias, siguen a un abogado, no por cierto arrebatado ni grandilocuente, sino elegante y agudo, y tal que en las causas forenses puede ser buen modelo. Pero Tucídides narra las batallas y demás hechos militares y políticos con admirable estito ciertamente, pero que ninguna aplicación tiene a la práctica forense o al juicio público. Sus mismos discursos tienen muchas sentencias oscuras y recónditas que apenas se entienden, lo cual es vicio grande en un orador civil. ¿No sería un absurdo en los hombres que, después de inventado el alimento, comiesen todavía bellotas? ¿Pudo perfeccionarse el alimento, y no habrán podido los Atenienses perfeccionar el discurso? ¿Quién de los retóricos griegos aprendió nada de Tucídides? Y sin embargo le alaban todos, lo confieso; pero le. alaban como expositor prudente, severo y grave de las cosas; no como orador judicial, sino como narrador de historias y de guerras. Por eso ni aun le cuentan en el número de los oradores. No quiero decir con esto que su nombre no viviría aunque no hubiese escrito historia, porque siempre hubiera sido notable y celebrado personaje. Nadie imita su gravedad de palabras y sentencias; pero hay algunos que apenas han dicho cuatro frases mutiladas e incoherentes, como pudieran hacerlo sin maestro, ya se creen hermanos de Tucídides. No falta asimismo quien pretenda imitar a Jenofonte, cuyo estilo es más dulce que la miel, pero muy apartado del estrépito forense. Volvamos a la materia empezada, y hablemos de esa elocuencia perfecta que en nadie pudo encontrar Antonio.

Obra grande y difícil acometemos, Bruto; pero nada hay difícil para el amor que tengo y tuve siempre a tu ingenio, estudios y costumbres.

Cada día me enciendo más, no sólo en el deseo de verte y disfrutar de tu doctísima conversación, sino también con la admirable fama de tus increíbles virtudes, que, diversas en especie, se unen con el lazo de la prudencia. ¿Qué cosas hay más apartadas entro si que la severidad y la cortesanía? ¿Y quién es a la vez más severo y más dulce que tú? ¿Qué cosa hay más difícil que ser amado por todos cuando se juzgan controversias de muchos? Y tú consigues dejar contentos a los mismos contra quienes sentencias. De suerte que, no haciendo nada por gracia, resulta agradable todo lo que haces. Por eso de todas las tierras sólo la Galia es la que no participa hoy del común incendio.

¿Y cuánto no es de estimar el que, en medio de las mayores ocupaciones, nunca interrumpes los estudios y siempre escribes algo o me convidas a escribir?

Por eso he comenzado este libro apenas acabé la defensa de Caton, la cual nunca hubiera emprendido por ser estos tiempos tan enemigos de la virtud, si tú no me hubieras exhortado y su sagrada memoria no me diera voces, pareciéndome nefando desoírlas. Pero testifico que, a ruegos tuyos y contra mi voluntad, me he arrojado a escribir, esto. Quiero compartir contigo este crimen, para que, si no puedo defenderme de la acusación, sea tuya la culpa de haberme impuesto tan pesada carga, mía la de haberla aceptado.

 
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El orador a Marco Bruto de Marco Tulio Cicerón   El orador a Marco Bruto
de Marco Tulio Cicerón

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