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-Vino -respondió Mahamut con un cosario que le cautivó estando en un jardín de la marina de Trápana, y con él dijo que habían cautivado a una doncella que nunca me quiso decir su nombre. Estuvo aquí algunos días con su amo, que iba a visitar el sepulcro de Mahoma, que está en la ciudad de Almedina, y al tiempo de la partida cayó Ricardo tan enfermo y indispuesto, que su amo me lo dejó por ser de mi tierra, para que le curase y tuviese cargo dél hasta su vuelta, o que si por aquí no volviese, se le enviase a Constantinopla, que él me avisaría cuando allí estuviese; pero el cielo lo ordenó de otra manera, pues el sin ventura de Ricardo, sin tener accidente alguno, en pocos días se acabaron los de su vida. siempre llamando entre sí a una Leonisa, a quien Él me había dicho que quería más que a su vida y a su alma; la cual Leonisa me dijo que en una galeota que había dado al través en la isla de Pantanalea se había ahogado, cuya muerte siempre lloraba y siempre plañía, hasta que le trajo a término de perder la vida, que yo no le sentí enfermedad en el cuerpo, sin muestras de dolor en el alma.

-Decidme, señor -replicó Leonisa-, ese mozo que decís, en las pláticas que trató con vos, que, como de una patria, debieron ser muchas, ¿nombró alguna vez a esa Leonisa con todo el modo con que a ella y a Ricardo cautivaron?

-Sí, nombró -dijo Mahamut-, y me preguntó si había aportado por esta isla una cristiana dese nombre, de tales y tales señas, a la cual holgaría de hallar para rescatarla, si es que su amo se había ya desengañado de que no era tan rica como él pensaba, aunque podía ser que por haberla gozado la tuviese en menos; que como no pasasen de trescientos o cuatrocientos escudos, él los daría de muy buena gana por ella, porque un tiempo la había tenido alguna afición.

-Bien poca debía de ser -dijo Leonisa-, pues no pasaba de cuatrocientos escudos; más liberal es Ricardo, y más valiente y comedido: Dios perdone a quien fue causa de su muerte, que fui yo, que soy la sin ventura que él lloró por muerta; y sabe Dios si holgara de que él fuera vivo para pagarle con el sentimiento que viera que tenía de su desgracia el que él mostró de la mía. Yo, señor, como os ya he dicho, soy la poco querida de Cornelio y la bien llorada de Ricardo, que por muy muchos y varios casos he venido a este miserable estado en que me veo; y aunque es tan peligroso, siempre por favor del cielo he conservado en él la entereza de mi honor con la cual vivo contenta en mi miseria. Ahora ni sé dónde estoy, ni quién es mi dueño, ni adónde han de dar conmigo mis contrarios hados, por lo cual os ruego, señor, siquiera por la sangre que de cristiano tenéis, me aconsejéis en mis trabajos; que puesto que el ser muchos me han hecho algo advertida, sobrevienen cada momento tantos y tales, que no sé cómo me he de avenir con ellos.

A lo cual respondió Mahamut que él haría que pudiese en servirla, aconsejando y ayudándola con su ingenio y con sus fuerzas; advirtióla de la diferencia que por su causa habían tenido los dos bajaes, y cómo quedaba en poder del cadí su amo para llevarla presentada al Gran Turco Selín a Constantinopla; pero que antes que esto tuviese efeto, tenía esperanzas en el verdadero Dios, en quien él creía, aunque mal cristiano, que lo había de disponer de otra manera, y que la aconsejaba se hubiese bien con Halima, la mujer del cadí su amo, en cuyo poder había de estar hasta que la enviasen a Constantinopla, advirtiéndola de la condición de Halima; y con ésas le dijo otras cosas de su provecho, hasta que la dejó en su casa y en poder de Halima, a quien dijo el recaudo de su amo.

Recibióla bien la mora por verla tan bien aderezada y tan hermosa. Mahamut se volvió a las tiendas a contar a Ricardo lo que con Leonisa le había pasado; y hallándole, se lo contó todo punto por punto, y cuando llegó al del sentimiento que Leonisa había hecho cuando le dijo que era muerto, casi se le vinieron las lágrimas a los ojos. Díjole cómo había fingido el cuento del cautiverio de Cornelio por ver lo que ella sentía; advirtiole la tibieza y la malicia con que de Cornelio había hablado; todo lo cual fue píctima para el afligido corazón de Ricardo, el cual dijo a Mahamut:

-Acuérdome, amigo Mahamut, de un cuento que me contó mi padre, que ya sabes cuán curioso fue, y oíste cuánta honra le hizo el Emperador Carlos V, a quien siempre sirvió en honrosos cargos de la guerra. Digo que me contó que cuando el Emperador estuvo sobre Túnez, y la tomó con la fuerza de la Goleta, estando un día en la campaña y en su tienda, le trajeron a presentar una mora por cosa singular en belleza, y que al tiempo que se la presentaron entraban algunos rayos del sol por unas partes de la tienda y daban en los cabellos de la mora, que con los mismos del sol en ser rubios competían, cosa nueva en las moras que siempre se precian de tenerlos negros. Contaba que en aquella ocasión se hallaron en la tienda, entre otros muchos, dos caballeros españoles; el uno era andaluz y el otro era catalán, ambos muy discretos, y ambos poetas; y habiéndola visto el andaluz, comenzó con admiración a decir unos versos que ellos llaman coplas, con unas consonancias o consonantes dificultosos, y parando en los cinco versos de la copla, se detuvo sin darle fin ni a la copla ni a la sentencia, por no ofrecérsele tan de improviso los consonantes necesarios para acabarla; mas el otro caballero, que estaba a su lado, y había oído los versos, viéndole suspenso, como si le hurtara la media copla de la boca, la prosiguió y acabó con las mismas consonancias. Y esto mismo se me vino a la memoria cuando vi entrar a la hermosísima Leonisa por la tienda del bajá, no solamente escureciendo los rayos del sol si la tocaran, sino a todo el cielo con sus estrellas.

-Paso, no más -dijo Mahamut-; detente, amigo Ricardo, que a cada paso temo que has de pasar tanto la raya en las alabanzas de tu bella Leonisa, que, dejando de parecer cristiano, parezcas gentil. Dime, si quieres, esos versos o coplas, o como los llamas, que después hablaremos en otros cosas que sean de más gusto, y aún quizá de más provecho.

-En buen hora -dijo Ricardo-, y vuélvote a advertir que los cinco versos dijo el uno, y los otros cinco el otro, todos de improviso, y son éstos:

Como cuando el sol asoma,

por una montaña baja,

y de súpito nos toma,

y con su vista nos doma

nuestra vista, y la relaja;

como la piedra balaja,

que no consiente carcoma,

tal es tu rostro, Aja,

dura lanza de Mahoma,

que las mis entrañas raja.

-Bien me suenan al oído -dijo Mahamut-, y mejor me suena y me parece que estés para decir versos, Ricardo, porque el decirlos o el hacerlos requieren ánimos de ánimos desapasionados.

-También se suelen -respondió Ricardo- llorar endechas, como cantar himnos, y todo es decir versos; pero, dejando esto aparte, dime qué piensas hacer en nuestro negocio, que puesto que no entendí lo que los bajaes trataron en la tienda, en tanto que tú llevaste a Leonisa, me lo contó un renegado de mi amo, veneciano, que se halló presente y entiende bien la lengua turquesca; y lo que es menester ante todas cosas es buscar traza cómo Leonisa no vaya a mano del Gran Señor.

 
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