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«A todas estas razones jamás se levantó Cornelio del lugar donde le hallé sentado, antes se estuvo quedo, mirándome como embelesado sin moverse; y a las levantadas voces con que le de lo que has oído, se fue Regando la gente que por la huerta andaba, y se pusieron a escuchar otros más impropios que a Cornelio dice, el cual, tomando ánimo con la gente que acudió, porque todos o los más eran sus parientes, criados o allegados, dio muestras de levantarse; mas antes de que se pusiese en pie, puse mano a mi espada y acometíle, no sólo a él, sino a todos cuantos allí estaban. Pero apenas vio Leonisa relucir ni¡ espada, cuando le tomó un recio desmayo. cosa que me puso en mayor coraje y mayor despecho. Y no te sabré decir si los muchos que me acometieron atendían no más de a defenderse, como quien se defiende de un loco furioso, 0 si fue mi buena suerte y diligencia, o el cielo, que para mayores males quería guardarme, porque, en efecto, herí siete o ocho de los que hallé más a mano. A Cornelio le valió su buena diligencia, pues fue tanta la que puso en los pies, huyendo, que se escapó de mis manos. Estando en este tan manifiesto peligro, cercado de mis enemigos, que ya como ofendidos procuraban vengarse, me socorrió la ventura con un remedio que fuera mejor haber dejado allí la vida, que no, restaurándola por tan no pensado ca-mino, venir a perderla cada hora mil y mil veces; y fue que de improviso dieron en el jardín mucha cantidad de turcos de dos galeotas de cosarios de Biserta, que en una cala, que allí cerca estaba, habían desembarcado sin ser sentidos de las centinelas de las torres de la marina, ni descubiertos de los corredores' o atajadores de la costa. Cuando mis contrarios los vieron, dejándome solo, con presta celeridad se pusieron en cobro, 5, de cuantos en el jardín estaban, no pudieron los turcos cautivar más de a tres personas y a Leonisa, que aún estaba desmayada; a mí me cogieron con cuatro disformes heridas, vengadas antes por mí mano con cuatro turcos, que de otras cuatro dejé sin vida tendidos en el suelo. Este asalto hicieron los turcos con su acostumbrada diligencia, y no muy contentos del suceso, se fueron a embarcar, y luego se hicieron a la mar, y a vela y remo en breve espacio se pusieron en la Fabiana. Hicieron reseña por ver qué gente les faltaba, y viendo que los muertos eran cuatro soldados de aquellos que ellos llaman leventes, y de los mejores y más estimados que traían, quisieron tomar en mí la venganza, y así mandó el arráez de la capitana bajar la entena para ahorcarme. »

»Todo esto estaba mirando Leonisa, que ya había vuelto en sí, y viéndose en poder de los cosarios, derramaba abundancia de hermosas lágrimas, y torciendo sus manos delicadas, sin hablar palabra, estaba atenta a ver si entendía lo que los turcos decían. Mas uno de los cristianos del remo le dijo en italiano como el arráez mandaba ahorcar a aquel cristiano, señalándome a mí, porque había muerto en su defensa cuatro de los mejores soldados de las galeotas. Lo cual oído y entendido por Leonisa, la vez primera que se mostró para mí piadosa, dijo al cautivo que dijese a los turcos que no me ahorcasen, porque perderían un gran rescate, y que les rogaba volviesen a Trápana, que luego me rescatarían. Ésta, digo, fue la primera y aun será la última caridad que usó conmigo Leonisa, y todo para mayor mal mío. Oyendo, pues, los turcos lo que el cautivo les decía, le creyeron, y mudóles el interés la cólera. Otro día por la mañana, alzando la bandera de paz volvieron a Trápana; aquella noche la pasé con el dolor que imaginarse puede, no tanto por el que mis heridas me causaban, cuanto por imaginar el peligro en que la cruel enemiga mía entre aquellos bárbaron estaba.

»Llegados, pues, como digo, a la ciudad, entró en el puerto la una galeota y la otra se quedó fuera; coronóse luego todo el puerto y la ribera toda de cristianos, y el lindo de Cornelio, desde lejos, estaba mirando lo que en la galeota pasaba. Acudió luego un mayordomo mío a tratar de mi rescate, al cual dije que en ninguna manera tratase de mi libertad, sino de la de Leonisa, y que diese por ella todo cuanto valía mi hacienda; y más le ordené, que volviese a tierra y dijese a los padres de Leonisa que le dejasen a él tratar de la libertad de su hija, y que no se pusiesen en trabajo por ella. Hecho esto, el arráez principal, que era un renegado griego llamado Yzuf, pidió por Leonisa seis mil escudos, y por mí cuatro mil, añadiendo que no daría el uno sin el otro: pidió esta gran suma, según después supe, porque estaba enamorado de Leonisa y no quisiera él rescatarla, sino darle al arráez de la otra galeota, con quien había de partir las presas que se hiciesen por mitad, a mí, en precio de cuatro mil. Y ésta fue la causa porque apreció a los dos en diez mil escudos, y mil en dinero, que hacían cinco mil, y quedarse con Leonisa por otros cinco mil escudos. Los padres de Leonisa no ofrecieron de su parte nada, atenidos a la promesa que de mi parte mi mayordomo les había hecho; ni Cornelio movió los labios en su provecho; y así, después de muchas demandas y respuestas, concluyó mi mayordomo en dar por Leonisa cinco mil, y por mí, tres mil escudos.

 
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