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»Vino el día con muestras de mayor tormenta que la pasada, y hallamos que el bajel había virado un gran trecho, habiéndose desviado de las peñas un buen trecho, y llegádose a una punta de la isla: y viéndose tan a pique de doblarla, turcos y cristianos, con una nueva esperanza y efuerzas nuevas, al cabo de seis horas doblamos la punta, y hallamos más blando el mar y más sosegado, de modo que más fácilmente nos aprovechamos de los remos, y tabrigados con la isla tuvieron lugar los turcos de saltaren tierra para ir a ver si había quedado alguna reliquia de la galeota que la noche antes dio en las peñas; mas aún no quiso el cielo concederme el alivio que esperaba tener de ver en mis brazos el cuerpo de Leonisa, que, aunque muerto y despedazado, holgara de verle, por romper aquel imposible que mi estrella me puso de juntarme con él como mis buenos deseos merecían; y así rogué a un renegado que quería desembarcarse que le buscase y viese si la mar lo había arrojado a la orilla. Pero, como ya he dicho, todo esto me negó el cielo, pues al mismo instante tornó a embravecerse el viento de manera que el amparo de la isla no fue de algún provecho. Viendo esto Fetala, no quiso contrastar contra la fortuna, que tanto le perseguía y así mandó poner el trinquete al árbol y hacer un poco de vela; volvió la proa a la mar y la popa al viento; y tomando él mismo el cargo del timón, se dejó correr por el ancho mar, seguro que ningún impedimento le estorbaría su camino; iban los remos igualados en la crujía y toda la gente sentada por los bancos y ballesteras, sin que en toda la galeota se descubriese otra persona que la del cómitre, que por más seguridad suya se hizo atar fuertemente al estanterol. Volaba el bajel con tanta ligereza, que en tres días y tres noches, pasando a la vista de Trápana, de Melazo y de Palermo, embocó por el Faro de Micina. con maravilloso y espanto de los que iban dentro y de aquellos que desde la tierra los miraban.

»En fin, por no ser tan prolijo en contar la tormenta como ella lo fue en su porfía, digo que cansados, hambrientos y fatigados con tan largo rodeo, como fue bajar casi toda la isla de Sicilia, llegamos a Trípol de Berbería, adonde a mi amo, antes de haber hecho con sus levantes la cuenta del despojo, y dádoles lo que les tocaba, y su quinto al rey, como es costumbre, le dio un dolor de costado tal, que dentro de tres días dio con él en el infierno. Púsome luego el virrey de Trípol en toda su hacienda, y el alcaide de los muertos que allí tiene el Gran Turco, que, como sabes, es heredero de los que no le dejan en su muerte; estos dos tomaron toda la hacienda de Fetala, mi amo, y yo cupe a éste que entonces era virrey de Trípol, y de allí a quince días le vino la patente de virrey de Chipre, con el cual he venido hasta aquí sin intento de rescatarme, porque él me ha dicho muchas veces que me rescate, pues soy hombre principal, como se lo dijeron a los soldados de Fetala, jamás he acudido a ello, antes le he dicho que le engañaron los que le dieron grandezas de mi posibilidad. Y si quieres, Mahamut, que te diga todo mi pensamiento, has de saber que no quiero volver a parte donde por la vía pueda tener cosa que me consuele, y quiero que juntándose a la vida del cautiverio los pensamientos y memorias que jamás me dejan de la muerte de Leonisa, vengan a ser parte para que yo no la tenga jamás de gusto alguno. Y si es verdad que los continuos dolores forzosamente se han de acabar o acabar a quien los padece, los míos no podrán dejar de hacerlo, porque pienso darles rienda de manera que a pocos días den alcance a la miserable vida que tan contra mi voluntad sostengo.

»Éste es, ¡oh Mahamut hermano!, el triste suceso mío; ésta es la causa de mis suspiros y de mis lágrimas; mira tú ahora y considera si es bastante para sacarlos de lo profundo de mis entrañas y para engendrarlos en la sequedad de mi lastimado pecho. Leonisa murió, y con ella mi esperanza, que puesto que la que tenía ella viviendo se sustentaba de un delgado cabello, todavía, todavía...

Y en este «todavía» se le pegó la lengua al paladar, de mañera que no pudo hablar más palabras ni detener las lágrimas que, como suele decirse, hilo a hilo le corrían por el rostro en tanta abundancia, que llegaron a humedecer el suelo. Acompañóle en ellas Mahamut; pero pasándose aquel parasismo causado de la memoria renovada en el amargo cuento, quiso Mahamut consolar a Ricardo con las mejores razones que supo; más él se las atajó, diciéndole; que has de hacer, amigo, es aconsejarme qué haré yo para caer en desgracia de mi amo y de todos aquellos con quien yo comunicare, para que, siendo aborrecido dél y dellos, los unos y los otros me maltraten y persigan de suerte que, añadiendo dolor a dolor y pena a pena, alcance con brevedad lo que deseo, que es acabar la vida.

-Ahora he hallado ser verdadero -dijo Mahamut-, lo que suele decirse, que lo que se sabe sentir se sabe decir, puesto que algunas veces el sentimiento enmudece la lengua; pero como quiera que ello sea, Ricardo, ora llegue tu dolor a tus palabras, ora ellas se le aventajen, siempre has de hallar en mí un verdadero amigo o para ayuda o para consejo; que aunque mis pocos años y el desatino que he hecho en vestirme este hábito están dando voces que de ninguna destas dos cosas que te ofrezco se puede fiar ni esperar alguna, yo procuraré que no salga verdadera esta sospecha, ni pueda tenerse por cierta tal opinión, y puesto que tú no quieras ni ser aconsejado ni favorecido, no por eso dejaré de hacer lo que te conviniere, como suele hacerse con el enfermo que pide lo que no le dan y le dan lo que le conviene. No hay en toda esta ciudad quien pueda ni valga más que el cadí, mi amo, ni aun el tuyo, que viene por visorrey della, ha de poder tanto; y siendo esto así, como lo es, yo puedo decir que soy el que más puede en la ciudad, pues puedo con mi patrón todo lo que quiero. Digo esto, porque podría ser dar traza con él para que vinieses a ser suyo, y estando en mi compañía, el tiempo nos dirá lo que habemos de hacer, a ti para consolarte, si quieres o pudieres tener consuelo, y a mí para salir désta a mejor vida, o, al menos, a parte donde la tenga más segura cuando la deje.

-Yo te agradezco -respondió Ricardo-, Mahamut, la amistad que me ofreces, aunque estoy cierto que, con cuanto hicieres, no has de poder cosa que en mi provecho resulte. Pero dejemos ahora esto, y vamos a las tiendas, porque, a lo que veo, sale de la ciudad mucha gente, y sin duda es el antiguo virrey que sale a estarse en la campaña por dar lugar a mi amo que entre, en la ciudad a hacer la residencia.

-Así es -dijo Mahamut-; ven, pues, Ricardo, y verás las ceremonias con que se reciben; que sé que gustarás de verlas.

-Vamos en buena hora -dijo Ricardo-, quizá te habré menester, si acaso el guardián de los cautivos de mi amo me ha echado menos que es un renegado, corso de nación y de no muy piadosas entrañas.

 
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