Todas las cosas que encuentra en su camino le reflejan a Dios,
son como las huellas de su paso, que le encienden la herida punzante y dolorosa
de su ausencia.
"Descubre tu presencia
y máteme tu vista y hermosura.
Mira que la dolencia de amor
que no se cura
sino con la presencia y la figura."
En la segunda etapa se encuentra con el rostro de Dios
presente en cada cosa, presente a sus ojos, lo mismo que lo están las demás
cosas. Se lo ha rogado a la fuente:
"¡Oh, cristalina fuente,
si en esos tus semblantes plateados
formases de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados!"...
Y se hace el milagro: Dios está allí, presente y total, como la
fuente, junto a cada una de las cosas que el poeta contempla:
"Mi amado, las montañas,
los valles solitarios nemorosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amoroso.
La noche sosegada
en par de los levantes de la aurora,
la música callada,
la soledad sonora,
la cena que recrea y enamora."
Allí está Dios, en todo, con todo: el
encuentro en plenitud con el Amado, el éxtasis místico.