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La . sonrisa de ésta no le pareció como la de la víspera. En la de hoy había una buena parte de malicia. En su interior se había burlado de él, y aun seguiría seguramente burlándose, junto con su madre, de su torpeza. Creía escuchar sus risas y apresuraba el paso para alejarse del teatro de su derrota.

Necesitó más de una hora para serenarse y llegar a poder formularse la pregunta si no era todavía más ridículo aún en aquel momento que cuando estuvo en el salón.

¿Y, en resumidas cuentas, qué había, en el fondo de todo? Nada en suma. ¡Que había estado torpe e impertinente! Y después de todo, ¿qué importaba, si ni siquiera sabía el nombre de aquellas personas, ni habría. acaso de volver verlas?

¡Ah! es que su amor propio estaba herido, y esta última idea no hacía otra cosa que agravar su daño. Si no volvían a verle, ellas le tendrían siempre por un necio, y en el caso contrario, podrían modificar su opinión. ¿Quién puede quedar satisfecho con la idea de que una hermosa señorita conserva perpetuamente mala opinión de uno? Hay que convenir en que el joven tenía justa causa para sentirse descontento de sí mismo.

Afortunadamente el tiempo es un gran lenitivo para todos los males, y le hizo exclamar después de algunos días:

-iEa! no hay que pensar en ello, puesto que no hay manera de poner remedio.

Y esta conclusión tuvo que repetírsela muchas veces, porque a pesar suyo y de su resolución y de su corteza de no poder remediarlo, a menudo se olvidaba de todo y sentía nuevo rubor en su semblante.

Además, le sucedía con frecuencia que, no sabemos por qué distracción o qué móvil oculto, siempre tomaba en sus paseos un camino que inconscientemente le llevaba a Passy, hacia la parte de Passy que cruza la calzada de la Muette. No sabía cómo había llegado; pero siempre se sorprendía en el momento que se encontraba allí.

Sin embargo, no se aventuraba a pasar por delante de las ventanas del hotel a riesgo de que le viesen aquellas señoras y se burlasen de él. No, ciertamente... Lo más que hacía era dirigir desde lejos una amorosa y tímida mirada sobre aquel lindo edificio, sombreado por tres altos arboles.

En ocasión de uno de sus paseos vió parado un coche a la puerta de la casa que se proponía mirar con indiferencia, y se dijo:

-¡Alguien ha entrado a verlas!

Pero, ¿sería un hombre ó una mujer ?

Claro que esto no le interesaba; pero al menos habría deseado saberlo. Y para ello se quedó en observación.

Frecuentemente entraba en el bosque y se paseaba como un filósofo, pero como un filósofo bien vestido, por las inmediaciones de Ranelagh. Siendo un sitio público, nadie podría disputarle el derecho de tomar allí el fresco. Y si el acaso, ese veleidoso acaso, que quiere, tantas cosas, quisiera que alguna vez se, cruzara con aquellas señoras, la urbanidad más elemental le, induciría a quitarse ante ellas el sombrero. ¿Y no es cosa muy posible que aquel saludo modificase la opinión que de él tendrían formada? Un saludo supone muy poco, ciertamente, pero basta a veces para formar buen concepto de la persona que lo dirige.

Y Jorge tenía interés en que aquellas señoras se dieran cuenta de sus buenas prendas y en desvanecer el concepto que de él tenían seguramente.

Pero sus paseos fueron completamente infructuosos; ni allí ni fuera de allí volvió a verlas.

Hay que convenir en que el acaso no le era favorable.

 

 

 
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de Eduardo Cadol

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