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Sin embargo, era suficientemente razonable para no dejarse llevar por aventuras novelescas. Al día siguiente se presentaría en la calle de la Muette, daría a las señoras las excusas propias del caso, satisfaría el dinero que hubieran pagado por él, y después... nada.

¡Qué lástima!

Y en efecto, al día siguiente, a eso de las dos de la tarde, se presentó en el hotelito cuyas señas el cochero le había indicado.

Era una linda casa, rodeada de un jardinillo al que daban sombra tres arboles: tenía dos pisos, y su construcción aunque sencilla era a la vez ligera y elegante. Desde la verja, que daba a la calle se veía el interior del edificio lujoso y bien cuidado, donde todo respiraba tranquilidad y calma.

Bajo el influjo de aquella impresión, Jorge tiró suavemente de la campanilla, acudió a abrir una criada y el joven se sintió turbado.

¿Por quién debía preguntar? El cochero le había dado las señas de la casa; pero ¿y el nombre de las señoras?

-Tenga usted la bondad de pasar esta tarjeta -dijo a la doméstica exagerando sus cumplidos.

La criada, debió de tomarle por algún corredor que iba a molestar ofreciendo su mercancía: vino, relojes, seguros contra incendios, primeras entregas de libros o perfumería.

-No hace falta nada -dijo sin acabar de abrir la cancela.

Jorge, turbado en un principio, no tardó en comprender y lanzó una carcajada.

Usted se equivoca, hija mía -dijo con ese tono benévolo, pero notablemente firme que impone a los criados. -No vengo a ofrecer ninguna clase de mercancías. Lleve usted mi tarjeta y diga a las señoras que soy la persona que ayer les cedió un coche de alquiler. Desde luego comprenderán por qué me permito presentarme.

-Perdone usted, caballero. Sírvase usted seguirme.

El joven siguió a la doncella hasta una pequeña sala, donde aquélla le rogó que aguardase un instante.

Parecía un gabinete de trabajo: un pequeño escritorio abierto, manchado de tinta profusamente y lleno de cuadernos y libros. En un caballete se veía el boceto de un paisaje. Sobre una mesa de colores, cartones de dibujo. El piano, también abierto, mostraba en su atril una partitura de Gounod. Finalmente, útiles para labor de tapicería y canastillos de lana de diversos colores. Todo el material de una mujer trabajadora.

A Jorge le pareció adivinar que aquélla, debía ser la habitación favorita de la joven de sonrisa dulce. Miró indiscretamente el rótulo de algunos de los libros apilados en la mesa, y vió que eran prosistas clásicos.

Esto le predispuso agradablemente, porque Jorge tenía prevenciones contra la poesía. Veía en ella un elemento disolvente, un fermento de ensueños con cuyo abuso se entorpece el buen sentido y destruyen los mejores sentimientos. Cada uno es libre de profesar las ideas que más se acomoden a su gusto, y aquéllas eran las suyas sobre el mencionado género de literatura. Le horrorizaban los tristes, despreciaba los llorones y hubiera dado a todo Musset, con Lamartine por añadidura, por una sola línea de Voltaire.

Ya puesto en vía de indiscreción, miró las partituras que había sobre el piano. ¡Cosa extraña! No vio nada de Wagner, y también en esto experimentó cierta alegría.

Decididamente, los gustos de aquella desconocida joven se armonizaban en un todo con los suyos.

Tal vez iba a sacar deducciones de aquella afinidad de gustos, pero no tuvo tiempo, pues la doncella acudió en su busca.

La siguió de nuevo y ella le condujo a una sala de corrección perfecta.

De pie entre la chimenea y la ventana, una dama, en el más amplio sentido de la palabra, tenía en la mano su tarjeta, aguardando el saludo que le devolvió con una leve inclinación de cabeza.

Era una mujer de treinta y seis o treinta y siete años, que impunemente hubiera podido escamotearse media docena.

En su juventud debía de haber sido muy bella, pues aun lo era en cierto modo, distinguiéndose singularmente por su aspecto afable y sencillo, no exento de cierta melancolía.

Lo que desde luego echó de ver Jorge de Belley fue la extraordinaria semejanza de sus facciones con las de la joven que tanto le había preocupado desde la víspera. La comparación, por otra parte, era fácil, porque ésta estaba sentada a pocos pasos de la señora.

-Sí, mamá, este caballero es quien ayer nos cedió el coche -dijo la muchacha.

La mama inició aquella misma sonrisa que el día antes Jorge había visto dibujada en el rostro de la hija.

-Y adivino el objeto de la visita de usted -dijo indicando al joven una silla, -aunque de todos modos nunca hubiéramos interpretado mal su distracción.

Estas palabras, dichas alegremente, con indulgencia tan franca y bondadosa, hicieron que Jorge no acertase a explicar su conducta y ofrecer excusas.

Quedó desconcertado y sin saber cómo encauzar el asunto para sacar dinero del bolsillo; juzgóse ridículo, intentó algunas generalidades do que tuvo completa conciencia y que le turbaron más, al tiempo que las señoras continuaban sus sonrisas. Finalmente, acabó por no saber por dónde salir, hablaba por hablar, y, por último, con la boca seca y sudorosa la frente, se levantó y saludó para marcharse.

Encontró difícilmente la salida, y, fuera ya de la verja, confuso y furioso se reprochaba a sí mismo...

¡Necio! ¡torpe! todo lo había estropeado.

Pero ¿qué le sucedía? ¿De qué le había servido su educación, su trato de gentes y su ingenio innato, para portarse ni más ni menos que como un colegial? Seguramente, aquellas señoras se habrían burlado bien de su desairada figura. ¡Qué desgracia!

Para él, a lo menos, lo era, sin ningún género de duda; y por las arboledas del bosque en que había entrado, sin advertirlo, evitaba de propósito todo encuentro con las gentes, como si éstas hubieran de conocer su torpeza. Estaba grandemente disgustado y a la vez avergonzado y triste. ¡Qué amargo le parecía tener que pasar por un hombre vulgar, por un imbécil, a los ojos de aquellas señoras, y sobre todo de la jovencita!

 
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de Eduardo Cadol

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