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Cuando el joven pudo averiguar por dónde podría dar principio a la realización de sus afanes, respiró satisfecho, y subiendo en aquel mismo carruaje, causa de las peripecias que durante tantas horas le habían distraído de sus negocios, se hizo conducir a su casa, calle del general Foy.

Nuestro joven se llamaba Jorge de Belley, contaba veintiocho años y pertenecía a una buena familia; franco y jovial, amable y comunicativo, vivía repartiendo equitativamente su tiempo entre el trabajo y los placeres de su edad.

Procedía de la Escuela de Diplomacia, en donde, merecía recomendable concepto, y ocupábase en trabajos históricos. De vez en cuando, publicaban el fruto de sus investigaciones las revistas, que proporcionaban más trabajo que notoriedad.

Era parisiense e hijo único también de parisienses, nativos de París. Sus padres conservaban el antiguo espíritu burgués, que se guarda en la capital con mucho más espíritu de tradición de lo que generalmente se cree. El padre era un antiguo magistrado, la madre sobrina de un obispo; pero no eran altivos ni huraños, les gustaba la alegría, practicaban la indulgencia, por bondad y la tolerancia por convicción; sólo eran algo escrupulosos en la elección de las relaciones íntimas.

Como habían vivido modesta y honradamente y tenían alguna fortuna, eran felices; y habiendo dado buenos ejemplos a su hijo, éste, en justa reciprocidad, les daba la satisfacción de ser un excelente sujeto, muy amante de su casa, en la que él era todo.

Y todos en aquella familia, en comunidad de pensamientos y opiniones, miraban sin temores el porvenir.

Debo insistir en que eran verdaderos parisienses, auténticos de París.

Durante el invierno vivían juntos en aquella casa de la calle del general Foy.

Los padres ocupaban una hermosa habitación del segundo piso; el hijo estaba instalado en el quinto, en un cuarto muy cómodo, con un gran balcón desde el que se descubría mucha extensión de cielo, muchos tubos de chimeneas, líneas de edificios y copas de los arboles de los diferentes bulevares que se cruzan en aquellas cercanías.

El sonido de las campanas de la próxima torre de San Agustín le molestaba a veces; las cornetas del cuartel de la Pepinière tampoco herían sus tímpanos de modo que le fuera grato; pero, como no podía, remediarlo, se, resignaba filosóficamente, con lo cual evidenciaba su buen carácter.

Si los padres hubieran estado en París, seguramente su hijo se habría apresurado a referirles su aventura del coche; pero estaban a la sazón cerca de Chantilly en una bonita finca de su propiedad llamada "los Fresnos", en donde todos los años se instalaban desde mediados de abril, y dilataban su permanencia todo lo posible, encontrando siempre nuevos encantos en la campiña. Las melancolías del otoño no los ahuyentaban de su atractiva estancia veraniega, y era precisa la intervención de los primeros fríos, allá por noviembre, para que se decidiesen a volver a su casa de París.

En aquella época de vida campestre no se aburrían, pues además de las relaciones que habían contraído en la localidad, Jorge los animaba con sus frecuentes y prolongadas visitas. Algunas familias de París iban también a pasar temporadas en la casa, y el joven solía llevar también de vez en cuando a sus amigos. Los bosques, las cascadas de agua, la proximidad de Compiègne y las cacerías hacían que el tiempo se pasara allí muy agradablemente. Se organizaban jiras, se celebraban representaciones teatrales, se bailaba un poco y se iba de expedición a la selva en carruaje o a caballo, y se entremezclaban también a los placeres del campo algunos trabajos.

La existencia en tales condiciones constituía para ellos la felicidad; pequeña felicidad, de seguro, para muchas gentes; pero positiva y suficiente para los que, habituados a la modestia y la prudencia, no son partidarios del excesivo ruido.

Para completarla, según decían los padres, sólo era necesario un aumento de seres a quienes amar: algunos bebés. Ellos hubieran querido que su hijo se casara.

Edad tenía para hacerlo y fortuna bastante para poder elegir, cosa que no es tan difícil como generalmente se dice. En aquel mundo metódico y tranquilo hay muchachas extraordinariamente amables y que pueden ser esposas fieles, dignas y amantes de su hogar. En centros donde las costumbres son menos tranquilas podría dudarse; pero en las señoritas de que hablamos es esencial no hacerse notar.

El señor de Belley y su esposa las conocían bien, y en más de una habían fijado sus miradas pensando para sus adentros:

-Esta convendría mucho a Jorge.

A Jorge y a ellos, pues era común sentir de todos el continuar viviendo juntos. Al pronto sería una persona más, y luego varias; he aquí todo. Y ateniéndose a que el amor es lo único que se aumenta dividiéndolo, como dijo un poeta, que debía de ser versado en materia de amores, la felicidad sería completa.

Jorge no presentaba dificultades al deseo de sus progenitores y consentía en casarse. ¿ Por qué no? Cuando se hubiera fijado en alguna, entonces el matrimonio sería cuestión de muy poco tiempo.

Nada preconcebido ni sistemático, nada de prevenciones, sabiendo sobre el todo que no tiene más mujer que la que uno se merece. A buen marido, buena mujer. Si existen ejemplos que parecen desmentir esta afirmación, es que la generalidad no se fija lo bastante o no mira bien de cerca. Todo tiene una causa, aunque no siempre se vea, y la intimidad doméstica está rodeada siempre de un misterio que escapa a la penetración del advenedizo. Y aunque no fuera esto cierto, sería consolador el decirlo. ¡Muchas cosas hay desconsoladoras que tampoco son ciertas!

Pero Jorge no había encontrado, por lo visto, la mujer que había de decidirle a realizar el deseo de sus padres. ¿Le hacían descontentadizo una exagerada opinión de sí mismo o una satisfacción intensa de su posición social?

Nada de eso. A sus propios ojos se consideraba un muchacho como tantos otros, en lo físico como en lo moral; y por lo que hace a la fortuna, como ninguna propia poseía y para lograr la de sus padres había de pasar por el dolor de perderlos, no veía en ella ventaja alguna.

La prueba de su propensión natural al matrimonio era que si la joven a quien encontró junto a la puerta cochera de la calle de Gaudot-de-Mauroi le correspondiese, habría pedido desde luego su mano.

Desde luego... ¿y por qué? He aquí una pregunta que no habría sabido contestar. Y sin embargo, al pensarlo así, Jorge era sincero. Recordaba con sumo agrado la graciosa sonrisa que había añadido a las palabras de gratitud de la abuela, y sentíase arrastrado fuertemente hacia la muchacha.

Tales impresiones no se explican ni se pueden evitar. Existen y no hay que razonarlas.

 
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La señorita Duvernet de Eduardo Cadol   La señorita Duvernet
de Eduardo Cadol

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