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Y traté de pararme. Pero el impulso que llevaba de tanto correr, me hizo seguir, por la ley de la inercia, varias leguas más allá de la puerta de Tucker. Así un automóvil a toda velocidad no puede detenerse de repente, aunque el "chauffeur" descubra en el camino un obispo de mitra y gran capa pluvial, seguido de una veintena de monaguillos con rojas sobrepellices. Después de desandar lentamente en diez o doce horas las leguas que rodara sin poder pararme, me volví a encontrar ante la casa de Tucker. Justo en la puerta me detuve esta vez. ¡Para ello había vuelto paso a paso!... En el tiempo de mi vuelta, la casa había cambiado bastante. Ahora parecía una ruina y una cueva. Pero no había como equivocarse por la chapa de cobre, que siempre decía: TUCKER PROCURADOR Di dos o tres aldabonazos, que retumbaron como truenos y fulguraron como relámpagos... -¡Santa Bárbara! -me dije, persignándome a modo de vieja gruñona. Y como nadie saliera a recibirme y la puerta estaba abierta, me colé adentro de la casa de Tucker. El rojo fulgor de los relámpagos producidos por los aldabonazos, en medio de una profunda obscuridad, me guiaron hacia la escalera. Era una angosta escalera de caracol. Comencé a subirla, y no terminaba nunca... -Es realmente curioso -pensaba mientras subía -que una casa tan baja, de dos pisos, tenga una escalera tan alta... como de diez... de veinte... de cien pisos... |
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Pesadilla drolática
de Carlos Octavio Bunge
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