De pronto sentí tierra firme bajo mis pies. Estaba en una ciudad extranjera, pero habitada por mis conciudadanos. En las calles había mucha luz amarillenta y mucha gente que reía, corría, gesticulaba. Todos estaban tan contentos que bailaban desarticulándose y rearticulándose como títeres. Yo mismo me daba cuenta de que perdía en el camino, ora un pie, ora un brazo, ora parte del tronco... No me tomaba el trabajo de recoger estos órganos cuando los veía caerse, y los dejaba detrás de mí, porque iba muy apurado y sabía que ellos solos -el pie, el brazo, la parte del tronco,- volverían a incorporarse a mi persona. Además, todo era un sueño. Además, yo tenía el privilegio de la salamandra, de hacer retoñar los muñones para recuperar los órganos perdidos.
La gente seguía riendo, corriendo, gesticulando... Vi algunos amigos que me reconocieron y me saludaron con gestos extravagantes, quién sacándome la lengua, quién escupiéndome una ranita verde en la cara. No me paré a preguntarles la razón de su loca alegría, porque mi prisa arreciaba como un ciclón.
Mi prisa por arrancarle los ojos a Tucker, ¡el miserable! Era tal, que recorrí muchas veces aquella dilatadisima ciudad de punta a punta. (Y digo "dilatadisima" sin hipérbole, porque ocupaba muy bien una tercera parte y más de la Tierra.)
¡Por fin!... Por fin descubrí en la puerta de una casa de dos pisos una tablilla de cobre que decía: