¿Había ocurrido ya? ¿Iba a ocurrir más adelante? ¿Estaba ocurriendo entonces? ¡Tampoco sabía yo eso!... Mas nunca, jamás me sentí tan agitado, ¡y con tanta razón agitado! como aquella noche fatal en que me repetía, arracándome los pelos:
-¡El malvado de Tucker tiene la culpa!
Consolábame, empero, el vago pensamiento que aquello no sucedía realmente. Yo sabía que estaba soñando. ¡Y sin embargo no podía dormirme!... ¿Quién hubiera dormido con semejante preocupación? ¡No, no dormí un instante en toda la noche!
Cuando amaneció, el sirviente me trajo el desayuno. ¡El sirviente!... ¿Qué venía a buscar a mi habitación ese espía odioso?... Yo lo maldije y lo eché con voz de trueno (con una voz muy rara, que no era mi voz):
-¡Váyase al infierno!
Puso la bandeja sobre una mesa, y salió disparado, cerrando la puerta. Al cerrarla dio un chillido, porque se apretó la cola. (Indudablemente tenía cola, una larga y peluda cola de mono.)
Dejé que el desayuno se enfriara en la taza durante todo el día. Era un desayuno de hirviente sangre humana, y yo no podía olvidar que la sangre humana tarda mucho en enfriarse.
Esperando pues que se enfriara el desayuno, me lo pasé todo el día en cama. Felizmente tenía caramelos de gema en la mesita de luz, porque estaba muy resfriado. Tan resfriado que la respiración se me había detenido por completo. Esto me daba, naturalmente, mucha risa. ¡Vivir sin respirar, como los muertos! ¡Qué cosa más ridícula!...