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-Miren bien, y después, escuchen -dijo la marquesa. -Hará pronto tres años, vi representar en París un gran drama en verso. La acción se desarrollaba en tiempos de Carlomagno y la pieza comenzaba por una escena que me pareció curiosa: los personajes interpretaban el Juego de las Virtudes. Este juego, desconocido de nuestros contemporáneos y aun de nuestras contemporáneas, es, por otra parte, muy simple: se escribe sobre una pizarra el nombre de treinta y seis virtudes; uno de los jugadores toma un dado, lo arroja al azar sobre la mesa y se dedica a practicar, durante uno o muchos días, la virtud que la suerte designa. Se puede arrojar varios dados, y entonces hay muchas virtudes que practicar. Sentí deseo de procurarme uno de esos juegos e hice que rebuscasen todos los comerciantes de antigüedades. Pero el Juego de las Virtudes había caído en desuso, y mis afanes fueron vanos. Yo tenía mi idea, sin embargo, y, con la ayuda de mi ebanista, he fabricado uno. Miren: en cada una de las treinta y seis casillas, he inscripto el nombre de una virtud. No hay más que tres virtudes teologales, es cierto, pero, con subdivisiones, he llegado fácilmente a completar la cifra de treinta. y seis virtudes necesarias. Tal es el Juego de las Virtudes; les propongo servirnos de él hoy; eso será siempre, más divertido que mirar caer la lluvia. -¡Oh, sí! -respondieron todos los presentes. |
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El juego de las virtudes
de Henri de Bornier
ediciones elaleph.com
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