-¡Oh, señora! ¡Oh, tía! ¡Oh, prima! -exclamaron todos los asistentes.
-Sí, se hastían, mis queridos niños, y no es culpa de ustedes; es mía, puesto que no he hallado el medio de distraerles. De cualquier modo, voy a ensayarlo. Espérenme un instante.
Y salió con pie listo, a pesar de sus sesenta años.
La señora de Rillé
tenía hermosos cabellos blancos, un rostro tranquilo y pálido, un talle fino todavía, y ojos encantadores, a la vez chispeantes de ingenio y llenos de una bondad grave. Era viuda, sin hijos, lo que no le impedía amar tiernamente -no sucede siempre lo mismo - a una multitud de sobrinos, sobrina, primos y primas.
Volvió al cabo de un instante, trayendo en las manos un paquete delgado y cuadrado que colocó sobre la mesa, con cierto aire misterioso.
-¿Qué es eso, qué es eso? -dijeron las mujeres.
-Ya verán, niñas.
Y abrió el paquete, que contenía un tablero dividido en gran número de casillas.