-¡Pronto, una silla!
La gente, en su precipitación, arrancó al viejo Rabosa de su sillón de esparto para sentar al herido.
El muchacho, con el pelo chamuscado y la cara ahumada, sonreía ocultando los agudos dolores que le hacían fruncir los labios. Sintió que unas manos trémulas, ásperas con las escamas de la vejez, oprimían las suyas.
-¡Fill meu! ¡Fill meu! - gemía la voz del tío Rabosa, quien se arrastraba hacia él.
Y antes que el pobre muchacho pudiera
evitarlo, el paralítico buscó con su boca desdentada y profunda las manos que tenía agarradas y las besó, las besó un sinnúmero de veces, bañándolas con lágrimas.
*
Ardió toda la casa. Y cuando los albañiles fueron llamados para construir otra, los nietos del tío Rabosa no los dejaron comenzar por la limpia del terreno cubierto de negros escombros. Antes tenían que hacer un trabajo más urgente: derribar la pared maldita. Y, empuñando el pico, ellos dieron los primeros golpes.
1896.