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Después de treinta años de lucha, en casa de los Casporras sólo quedaba una viuda con tres hijos mocetones que parecían torres de músculos. En la otra estaba el tío Rabosa, con sus ochenta años, inmóvil en un sillón de esparto, con las piernas muertas por la parálisis, como un arrugado ídolo de l venganza, ante el cual juraban sus dos nietos defender el prestigio de la familia.

Pero los tiempos eran otros. Ya no era posible ir a tiros, como sus padres, en plena plaza, a la salida de la misa mayor. La Guardia Civil no los perdía de vista; los vecinos los vigilaban, y bastaba que uno de ellos se detuviera algunos minutos en una senda o una esquina para verse al momento rodeado de gente que le aconsejaba la paz. Cansados de esta vigilancia, que degeneraba en persecución y se interponía entre ellos como infranqueable obstáculo, Casporras y Rabosas acabaron por no buscarse, y hasta se huían cuando la casualidad los ponía frente a frente.

Tal fue su deseo de aislarse y no verse, que les pareció baja la pared que separaba sus corrales. Las gallinas de unos y otros, escalando los montones de leña, fraternizaban en lo alto de las bardas; las mujeres de las dos casas cambiaban desde las ventanas gestos de desprecio. Aquello no podía resistirse; era como vivir en familia, y la viuda de Casporra hizo que sus hijos levantaran la pared una vara. Los vecinos se apresuraron a manifestar su desprecio con piedra y argamasa, y añadieron algunos palmos más a la pared. Y así, en esta muda y repetida manifestación de odio, la pared fue subiendo y subiendo. Ya no se veían las ventanas; poco después no se veían los tejados; las pobres aves de corral estremecíanse en la lúgubre sombra de aquel paredón que les ocultaba parte del cielo, y sus cacareos sonaban tristes y apagados a través de aquel muro, monumento del odio, que parecía amasado con los huesos y la sangre de las víctimas.

Así transcurrió el tiempo para las dos familias, sin agredirse como en otra época, pero sin aproximarse; inmóviles y cristalizadas en su odio.

 
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