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Una tarde sonaron a rebato las campanas del pueblo. Ardía la casa del tío Rabosa. Los nietos estaban en la huerta; la mujer de uno de éstos, en el lavadero, y por las rendijas de puertas y ventanas salía un humo denso de paja quemada. Dentro, en aquel infierno que rugía buscando expansión, estaba el abuelo, el pobre tío Rabosa, inmóvil en su sillón. La nieta se mesaba los cabellos, acusándose como autora de todo por su descuido; la gente arremolinábase en la calle asustada por la fuerza del incendio. Algunos, más valientes, abrieron la puerta; pero fue para retroceder ante la bocanada de humo cargada de chispas que se esparció por la calle.

-¡El agüelo! ¡El pobre agüelo! -gritaba la de los Rabosas, volviendo en vano la mirada en busca de un salvador.

Los asustados vecinos experimentaron el mismo asombro que si hubieran visto el campanario marchando hacia ellos. Tres mocetones entraban corriendo en la casa incendiada. Eran los Casporras. Se habían mirado cambiando un guiño de inteligencia, y sin más palabras se arrojaron como salamandras en el enorme brasero. La multitud los aplaudió al verlos reaparecer llevando en alto, como a un santo en sus andas, al tío Rabosa en su sillón de esparto. Abandonaron al viejo sin mirarle siquiera, y otra vez adentro.

-¡No, no! - gritaba la gente.

Pero ellos sonreían, siguiendo adelante: Iban a salvar algo de los intereses de sus enemigos. Si los nietos del tío Rabosa estuvieran allí ni se habrían movido ellos de casa. Pero sólo se trataba de un pobre viejo al que debían proteger, como hombres de corazón. Y la gente los veía tan pronto en la calle como dentro de la casa, buceando en el humo, sacudiéndose las chispas como inquietos demonios, arrojando muebles y sacos para volver a meterse entre las llamas.

Lanzó un grito la multitud al ver a los dos hermanos mayores sacando al menor en brazos. Un madero, al caer, le había roto una pierna.

 
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