Catorce meses llevaba Rafael en la estrecha celda. Tenía por mundo aquellas cuatro paredes de un triste blanco de hueso, cuyas grietas y desconchaduras se sabía de memoria; su sol era el alto ventanillo, cruzado por hierros; y del suelo de ocho pasos, apenas si era suya la mitad, por culpa de aquella cadena escandalosa y chillona, cuya argolla, incrustándose en el tobillo, había llegado casi a amalgamarse con su carne.
Estaba condenado a muerte, y mientras en
Madrid hojeaban por última vez los papelotes de su proceso, él se pasaba allí meses y meses enterrado en vida, pudriéndose como animado cadáver en aquel ataúd de argamasa, deseando como un mal momentáneo, que pondría fin a otros mayores, que llegase pronto la hora en que le apretaran el cuello, terminando todo de una vez.
Lo que más le molestaba era la
limpieza; aquel suelo, barrido todos los días y bien fregado, para que la humedad, filtrándose a través del petate, se le metiera en los huesos; aquellas paredes, en las que no se dejaba parar ni una mota de polvo. Hasta la compañía de la suciedad le quitaban al preso. Soledad completa. Si allí entrasen ratas, tendría el consuelo de partir con ellas la escasa comida y hablarles como buenas compañeras; si en los rincones hubiera encontrado una araña, se habría entretenido domesticándola.
No querían en aquella sepultura
otra vida que la suya. Un día, ¡cómo lo recordaba Rafael!,
un gorrión asomó a la reja cual chiquillo travieso. El bohemio de
la luz y del espacio piaba como expresando la extrañeza que le
producía ver allá abajo aquel pobre ser amarillento y flaco,
estremeciéndose de frío en pleno verano, con unos cuantos
pañuelos anudados a las sienes y un harapo de manta ceñido a los
riñones. Debió de asustarle aquella cara angustiosa y
pálida, con una blancura de papel mascado; le causó miedo la
extraña vestidura de piel roja, y huyó, sacudiendo sus plumas como
para librarse del vaho de sepultura y lana podrida que exhalaba la reja.