De día pensaba siempre en su pasado; pero con memoria tan extraviada, que creía repasar la historia de otro.
Recordaba su regreso al pueblecillo natal,
después de su primera campaña carcelaria por ciertas lesiones; su renombre en todo el distrito, la concurrencia de la taberna de la plaza admirándole con entusiasmo: «¡Qué bruto es Rafael!» La mejor chica del pueblo se decidía a ser su mujer, más por miedo y respeto que por cariño; los del Ayuntamiento le halagaban, dándole escopeta de guarda rural, espoleando su brutalidad para que la emplease en las elecciones; reinaba sin obstáculos en todo el término; tenía a los otros, los del bando caído en un puño, hasta que, cansados éstos, se ampararon de cierto valentón que acababa de llegar también de presidio, y lo colocaron frente a Rafael.
¡Cristo! El honor profesional estaba en peligro: había que mojar la oreja a aquel individuo que le quitaba el pan. Y como consecuencia inevitable, vino la espera al acecho, el escopetazo certero y el rematarlo con la culata para que no chillase ni patalease más.
En fin: ¡cosas de hombres! Y como
final, la cárcel, donde encontró antiguos compañeros; el juicio, en el cual todos los que antes le temían se vengaron de los miedos que habían pasado declarando contra él: la terrible sentencia y aquellos malditos catorce meses aguardando que llegase de Madrid la muerte que, por lo que se hacía esperar, sin duda, venía en carreta.