Después, el cura le hablaba de
Jesús, que, con ser Hijo de Dios, se había visto en situación semejante a la suya, y esta comparación entusiasmaba al pobre diablo. ¡Cuánto honor!... Pero, aunque halagado por tal semejanza, deseaba que se realizase lo más tarde posible.
Llegó el día en que
estalló sobre él como un trueno la terrible noticia. Lo de Madrid
había terminado. Llegaba la muerte, pero a gran velocidad, por el
telégrafo.
Al decirle un empleado que su mujer, con la niña que había nacido estando él preso, rondaba la cárcel pidiendo verle, no dudó ya. Cuando aquélla dejaba el pueblo, es que la cosa estaba encima.
Le hicieron pensar en el indulto, y se
agarró con furia a esta última esperanza de todos los desgraciados. ¿No lo alcanzaban otros? ¿Por qué no él? Además, nada le costaba a aquella buena señora de Madrid librarle la vida: era asunto de echar una firmica.
Y a todos los enterradores oficiales que por curiosidad o por deber lo visitaban: abogados, curas y periodistas, les preguntaba, tembloroso y suplicante, como si ellos pudieran salvarle:
-¿Qué les parece? ¿Echará la firmica?
Al día siguiente lo
llevarían a su pueblo, atado y custodiado, como una res brava que va al matadero. Ya estaba allá el verdugo con sus trastos. Y aguardando el momento de salida para verlo, se pasaba las horas a la puerta de la cárcel la mujer, una mocetona morena, de labios gruesos y cejas unidas, que, al mover su hueca faldamenta de zagalejos superpuestos, esparcía un punzante olor de establo.