El indulto produjo en la cárcel un estrépito de mil demonios, como si cada uno de los presos hubiese recibido la orden de libertad.
-Alégrate, mujer -decía en el rastrillo el cura a la mujer del indultado-. Ya no matan a tu marido, no serás viuda.
La muchacha permaneció silenciosa, como si luchara con ideas que se desarrollaban en su cerebro con torpe lentitud.
-Bueno -dijo al fin tranquilamente-. ¿Y cuándo saldrá?
-¡Salir!... ¿Estás loca? Nunca. Ya puede darse por satisfecho con salvar la vida. Irá a Africa, y como es joven y fuerte, aún puede ser que viva veinte años.
Por primera vez lloró la mujer con toda su alma, pero su llanto no era de tristeza; era de desesperación, de rabia.
-Vamos, mujer -decía el cura, irritado-. Eso es tentar a Dios. Le han salvado la vida, ¿lo entiendes? Ya no está condenado a muerte... ¿Y aún te quejas?
Cortó su llanto la mocetona. Sus ojos brillaron con expresión de odio.
-Bueno; que no lo maten...; me alegro. Él se salva; pero yo, ¿qué?...