No le faltaba valor. Pensaba en Juan Portela, en el guapo Francisco Esteban, en todos aquellos esforzados paladines cuyas hazañas, relatadas en romance, había escuchado siempre con entusiasmo, y se reconocía con tanto redaño como ellos para afrontar el último trance.
Pero algunas noches saltaba del petate
como disparado por oculto muelle, haciendo sonar su cadena con triste repiqueteo. Gritaba como un niño, y al mismo tiempo se arrepentía, queriendo ahogar inútilmente sus gemidos. Era otro el que gritaba dentro de él; otro al que hasta entonces no había conocido, que tenía miedo y lloriqueaba, no calmándose hasta que bebía media docena de tazas de aquel brebaje ardiente de algarrobas e higos que en la cárcel llamaban café.
Del Rafael antiguo que deseaba la muerte para acabar pronto no quedaba más que la envoltura. El nuevo formado dentro de aquella sepultura, pensaba con terror que ya iban transcurridos catorce meses, y forzosamente estaba próximo el fin. De buena gana se conformaría a pasar otros catorce en aquella miseria.
Era receloso; presentía que la desgracia se acercaba; la veía en todas partes: en las caras curiosas que asomaban al ventanillo de la puerta; en el cura de la cárcel, que ahora entraba todas las tardes, como si aquella celda infecta fuera el lugar mejor para hablar con un hombre y fumar un pitillo. ¡Malo, malo!
Las preguntas no podían ser
más inquietantes. ¿Que si era buen cristiano? Sí, padre.
Respetaba a los curas, nunca los había faltado en tanto así; y de
la familia no había qué decir; todos los suyos habían ido
al monte a defender al rey legítimo, porque así lo mando el
párroco del pueblo. Y para afirmar sus cristianismo, sacaba de entre los
guiñapos del pecho un mazo mugriento de escapularios y medallas.