En un reino apartado, en un lejano Estado, vivía una vez
un jefe celoso. Esto ocurrió hace mucho, en los tiempos en que aún
existía entre los jefes la siguiente norma de conducta: "Procura
hacer el mayor daño posible, y ello, por sí mismo,
reportará a la larga beneficio".
-Al vecino de cualquier lugar hay que agarrarlo primeramente
-decían los generales de entonces-; luego, retorcerlo igual que un cuerno
de carnero y, como remate, alisarle con puño de hierro hasta que quede
más suave que un guante. Y cuando esté bien domado, él
mismo irá recobrando el aliento y empezará a prosperar.
El jefe celoso se grabó sin esfuerzo aquella regla en la
memoria. Y así, cuando posteriormente se le encomendó un
territorio, como recompensa por su celo, tenía ya hasta un programa
preparado. En primer lugar, aboliría las ciencias; luego,
prendería fuego a la ciudad, y, por último, amedrentaría a
la población. Y cada vez vertería lágrimas, asegurando:
"¡Dios es testigo de que todo este mal lo hago por su propio
bien!" Tiraría así un añito o dos y, cuando quisiera
darse cuenta, comprobaría que en el territorio que le fuera encomendado,
poco a poco se iban volviendo todos tranquilos y juiciosos. Seguirían
sentando la cabeza un día y otro, y de pronto: ¡el presidio!