El presidio, es decir, una vivienda comunal, cuyos moradores no
se meten en lo que no les importa, no inventan la pólvora, no escriben
artículos de fondo, pero viven y se sienten felices mesuradamente. Los
días laborables trabajan, los días festivos ruegan a Dios por sus
jefes. Y todo ello hace que sus asuntos marchen viento en popa. No hay ciencias,
pero están preparados para examinarse ahora mismo si es preciso; no beben
vino, pero por el impuesto de alcoholes se recauda cada vez más; no
reciben mercancías del extranjero, pero en las aduanas aumentan sin cesar
los ingresos. Y él, el jefe celoso, se limita a observar y a alegrarse de
ello; a las mujeres les regala un pañuelo a cada una, a los hombres una
faja colorada a cada uno. "¡Ahí tenéis lo que es mi
presidio! -les dice-. ¡Ya veis para qué he exterminado yo las
ciencias, lisiado a la gente y prendido fuego a la ciudad!
¿Comprendéis ahora?"
-Claro que comprendemos. ¡Cómo no vamos a
comprender!
Con esta esperanza llegó a su destino y empezó a
hacer daño sin demora. Estuvo haciendo mal un par de años:
liquidó el abastecimiento público, acabó con la salud
pública, quemó los libros y aventó sus cenizas. Al tercer
año, se detuvo a comprobar su obra: ¿Qué prodigio era
aquél? El territorio de su mando debería haber prosperado ya,
¡y ni siquiera habían empezado en él a volverse juiciosos!
Los vecinos continuaban tan asombrados como el primer día, andaban con la
boca abierta desde entonces...
El jefe celoso quedó pensativo, tratando de encontrar la
causa de aquello.