Escuchó las palabras de los malvados y, aunque no le
gustó su gran descaro, hubo de reconocer que aquella gente estaba en la
buena senda; dio, pues, su consentimiento, ¿qué iba a hacer?
-Está bien -dijo-. Acepto vuestro programa,
señores malvados. Creo que el daño que originará
será considerable, pero ¿lo suficiente para hacer que prospere el
territorio de mi mando? Eso, ¡puede que sí y puede que no!
Dio orden de que las palabras de los malvados fuesen escritas
en unos tableros y que se colgasen éstos en las plazas, para conocimiento
general, y él se asomó a la ventana, a esperar los
acontecimientos. Esperó un mes; luego, otro, y vio lo siguiente: los
malvados corrían de un lado para otro, decían palabrotas,
saqueaban, se daban mutuamente dentelladas, ¡y el territorio de su mando
no prosperaba de ninguna manera! Es más, los vecinos se habían
escondido tanto en sus madrigueras, que no había modo de sacarlos de
allí. ¿Estaban vivos o muertos? No respondían a las
llamadas.
Entonces, tomó una decisión. Salió a la
calle y echó a andar, todo derecho. Siguió anda que te anda hasta
que llegó a una gran ciudad donde los jefes superiores tenían su
residencia.
Miró, ¡y no podía dar crédito a sus
ojos! ¿Acaso hacía mucho que, en esta misma ciudad, "los
malvados" pregonaban sus programas en todas las esquinas, mientras que
"la gentecilla insignificante" se escondía en sus madrigueras?
Y ahora de sopetón, ¡ocurría todo lo contrario! "La
gentecilla insignificante" circulaba libremente por las calles, mientras
que "los malvados" ¡se ocultaban en sus madrigueras!