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Estuvo allí metido una semana; luego, otra. No hacía daño; únicamente no comprendía. Y los vecinos tampoco comprendían nada. En aquellos instantes, mientras él estaba encerrado sin causar daño, deberían haber aprovechado el momento para darse un respiro, pero, en vez de hacerlo, se asustaron. Y no era para menos. Hasta entonces no había habido más que perjuicios, y todos esperaban, que, de una hora a otra, el mal les reportase beneficios; pero apenas empezaban a presagiarse éstos, todo en derredor se había encalmado de repente: no se percibían ni daños ni beneficios. ¿Qué vendría tras aquella calma? No se sabía. Y claro, se aturdieron. Abandonaron el trabajo, se escondieron en sus madrigueras, olvidaron la cartilla y quedaron a la expectativa.

Y mientras tanto, el jefe celoso empezó a recobrar poco a poco unas gotitas de razón. Un día se asomó a la ventana y pareció comprender algo.

-Por lo visto, ¡mi solo aspecto irracional ha bastado para hacer verdadero daño! -exclamó, y quedó a la espera, pensando "Ahora, de un momento a otro, se agolparán los vecinos ante mi casa y empezarán a pedir el presidio".

Mas, por mucho que esperó, no vino nadie. Al parecer, todo lo tenía ya alerta: los campos desolados, los ríos con poca agua, los rebaños diezmados por el carbunclo, los libros desaparecidos... Un esfuerzo más, ¡y el presidio estaría dispuesto! Pero surgía una interrogante: ¿Con quiénes lo iba a construir? Adondequiera que tendía la mirada, todo estaba desierto; únicamente "los malvados", como una nube de mosquitos al sol, jugaban en manadas. Y sólo con ellos no era posible edificar el presidio. Pues incluso para hacer un presidio no se necesitaban soplones ociosos, sino vecinos oriundos del lugar, trabajadores, sumisos.

 
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