Ni tiene que decir que se puso muy contento. Se sentó a
comer, pero no acertaba a llevarse la tajada a la boca: nunca daba con ella.
Prorrumpió en carcajadas.
En seguida se fue presuroso a su despacho oficial. Se
paró en medio de la habitación y quiso hacer algún
daño. Pero por mucho que quería, no encontraba ninguno concreto ni
sabía cómo hacerlo. Abría mucho los desorbitados ojos,
movía los labios, y nada más. Sin embargo, su solo aspecto
irracional asustó a todos, y cada uno escapó por su lado.
Entonces, dio un puñetazo en la mesa, la partió y salió
corriendo.
A todo correr, llegó al campo. Vio que la gente araba,
gradaba, segaba, rastrillaba. Comprendía cuán necesario era
encerrar a aquella gente en las minas, pero no sabía cómo. Con
ojos desencajados, le quitó a un labrador el arado y lo hizo pedazos;
acababa de abalanzarse sobre otro campesino para destrozarle la grada, cuando
todos huyeron asustados y el campo quedó desierto en un minuto. Entonces,
esparció por la tierra un montón de heno recién hacinado y
echó a correr.
Volvió a la ciudad. Comprendía que era preciso
prenderle fuego: por los cuatro costados, pero no sabía cómo.
Sacó por costumbre del bolsillo la caja de cerillas, y frotó una
para encenderla, pero no por la cabeza. Corrió al campanario y
empezó a tocar a rebato. Estuvo tocando una hora: luego, otra, sin
comprender por qué. Y la gente, entretanto, acudía corriendo y
preguntaba: "¿Dónde está el padrecito,
dónde?" Por último, cansado de tocar, bajó presuroso,
sacó de nuevo la caja de cerillas, las encendió todas a la vez e
iba ya a lanzarse sobre la multitud, cuando todos se dispersaron
instantáneamente, en diversas direcciones, y se quedó solo.
Entonces, corrió a casa y se encerró con llave.