Allí estaban dos hombres en el suelo, uno sobre otro, cruzados, confundidos, formando un solo cuerpo, como si un clavo invisible los uniese por la cintura, soldándolos con sangre.
No había errado el tiro. El golpe de la vieja escopeta había sido doble.
Y cuando Sento y Pepeta, con aterrada curiosidad, alumbraron los cadáveres para verles mejor las caras, retrocedieron con exclamaciones de asombro.
Eran el tío Batiste, el alcalde, y su alguacil, el Sigró.
La huerta quedaba sin autoridad, pero tranquila.
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