Le daría a Sento la última lección para que no errase el golpe. Apuntar bien a la boca del horno y tener calma. Cuando se inclinasen buscando el gato en el interior..., ¡fuego! Era tan sencillo, que podía hacerlo un chico.
Sento, por consejo del maestro, se
tendió entre dos macizos de geranios, a la sombra de la barraca. La pesada escopeta descansaba en la cerca de cañas, apuntando fijamente a la boca del horno. No podía perderse el tiro. Serenidad y darle al gatillo a tiempo. ¡Adiós, muchacho! A él le gustaban mucho aquellas cosas; pero tenía nietos, y, además, estos asuntos los arregla mejor uno solo.
Se alejó el viejo cautelosamente,
como hombre acostumbrado a rondar la huerta, esperando un enemigo en cada
senda.
Sento creyó que quedaba solo en el
mundo, que en toda la inmensa vega, estremecida por la brisa, no había más seres vivientes que él y aquellos que iban a llegar. ¡Ojalá no viniesen! Sonaba el cañón de la escopeta al rozar sobre la horquilla de las cañas. No era frío, era miedo. ¿Qué diría el viejo si estuviera allí? Sus pies tocaban la barraca, y al pensar que tras aquella pared de barro dormían Pepeta y los chiquitines, sin otra defensa que sus brazos, y en los que querían robar, el pobre hombre se sintió otra vez fiera.
Vibró el espacio, como si lejos, muy lejos, hablase desde lo alto la voz de un chantre. Era la campana del Miguelete. Las nueve. Oíase el chirrido de un carro rodando por un camino lejano. Ladraban los perros, transmitiendo sus fiebre de aullidos de corral en corral, y el rac rac de las ranas en la vecina acequia interrumpíase con los chapuzones de los sapos y las ratas que saltaban de las orillas por entre las cañas.
Sento contaba las horas que iban sonando
en el Miguelete. Era lo único que le hacía salir de la somnolencia y el entorpecimiento en que le sumía la inmovilidad de la espera. ¡Las once! ¿No vendrían ya? ¿Les habría tocado Dios en el corazón?
Las ranas callaron repentinamente. Por la senda avanzaban dos cosas oscuras que a Sento le parecieron dos perros enormes. Se irguieron: eran hombres que avanzaban encorvados, casi de rodillas.
-Ya están ahí -murmuró, y sus mandíbulas temblaron.