A pesar de esto, Sento no pensaba acudir al alcalde. ¿Para qué? No quería oír en balde baladronadas y mentiras.
Lo cierto era que le pedían
cuarenta duros, y si no los dejaba en el horno, le quemarían su barraca, aquella barraca que miraba ya como un hijo próximo a perderse, con sus paredes de deslumbrante blancura, la montera de negra paja con crucecitas en los extremos, las ventanas azules, la parra sobre la puerta como verde celosía, por la que se filtraba el sol con palpitaciones de oro vivo; los macizos de geranios y dompedros orlando la vivienda, contenidos por una cerca de caña; y más allá de la vieja higuera, el horno de barro y ladrillos, redondo y achatado como un hormiguero de África. Aquello era toda su fortuna, el nido que cobijaba a lo más amado: su mujer, los tres chiquillos, el par de viejo rocines, fieles compañeros en la diaria batalla por el pan, y la vaca blanca y sonrosada, que iba todas las mañanas por las calles de la ciudad despertando a la gente con su triste cencerro y dejándose sacar unos seis reales de sus ubres, siempre hinchadas.
¡Cuánto había tenido
que arañar los cuatro terrones, que desde su bisabuelo venía
regando toda la familia con sudor y sangre, para juntar el puñado de duros que en un puchero guardaba enterrados bajo la cama! ¡En seguida se dejaba arrancar cuarenta duros!... Él era un hombre pacífico: toda la huerta podía responder por él. Ni riñas por el riego, ni visitas a la taberna, ni escopeta para echarla de majo. Trabajar mucho para su Pepeta y los tres mocosos era su única afición; pero ya que querían robarle sabría defenderse. ¡Cristo! En su calma de hombre bonachón despertaba la furia de los mercaderes árabes, que se dejan apalear por el beduino, pero se tornan leones cuando les tocan su hacienda.
Como se aproximaba la noche y nada
tenía resuelto, fue a pedir consejo al viejo de la barraca inmediata: un carcamal que sólo servía para segar brozas en las sendas, pero de quien se decía que en la juventud había puesto más de dos a pudrir tierra.